6413. SEVILLA, capital. Algunos de los objetos hallados en el complejo cultual de El Carambolo bajo, en la sala monográfica del Museo Arqueológico. |
6414. SEVILLA, capital. Objetos localizados en la zona de culto del santuario de El Carambolo, en la sala monográfica del Museo Arqueológico. |
6415. SEVILLA, capital. Fragmentos de soportes y de vasos "estilo Carambolo", en la sala monográfica del Museo Arqueológico. |
6416. SEVILLA, capital. Más piezas halladas en el Carambolo, entre ellas el llamado "Bronce Carriazo", en la sala monográfica del Museo Arqueológico. |
6417. SEVILLA, capital. "Diosa Astarté" del Carambolo, en la sala monográfica del Museo Arqueológico. |
6418. SEVILLA, capital. Fragmento de suelo ritual del santuario del Carambolo, en la sala monográfica del Museo Arqueológico. |
6419. SEVILLA, capital. Estatuillas y otras piezas del santuario del Carambolo, en la sala monográfica del Museo Arqueológico. |
6420. SEVILLA, capital. El Tesoro de El Carambolo, en la sala monográfica del Museo Arqueológico. |
6421. SEVILLA, capital. Otra perspectiva del Tesoro de El Carambolo, en la sala monográfica del Museo Arqueológico. |
6422. SEVILLA, capital. Una nueva perspectiva del Tesoro de El Carambolo, en la sala monográfica del Museo Arqueológico. |
6423. SEVILLA, capital. Una última perspectiva del Tesoro de El Carambolo, en la sala monográfica del Museo Arqueológico. |
6424. SEVILLA, capital. El altar del santuario de Coria del Río, en la sala monográfica del Museo Arqueológico. |
6425. SEVILLA, capital. Vitrina de los "Candelabros de Lebrija" de la sala monográfica del Museo Arqueológico. |
6426. SEVILLA, capital. Vitrina del "Tesoro de Ébora" de la sala monográfica del Museo Arqueológico. |
6427. SEVILLA, capital. Vitrina del "Tesoro de Mairena" de la sala monográfica del Museo Arqueológico. |
SEVILLA** (CMXIX), capital de la provincia y de la comunidad: 20 de diciembre de 2017.
Museo Arqueológico* - Sala monográfica de El Carambolo.
Esta es una sala de reciente creación, concretamente en enero de 2012 y se ubica en la primera planta del edificio museístico. El discurso expositivo planteado en esta sala se articula en cuatro unidades temáticas, de distinta densidad de contenidos, subdivididas en algunos casos en varias unidades y organizado en los siguientes bloques: "Historia de un descubrimiento", "El santuario del Carambolo", "Otros santuarios costeros y fluviales: Coria y Lebrija", y "Los tesoros de Évora y Mairena". Concretamente, del de Ébora se incorpora como novedad la diadema original del Tesoro de Ébora -de la que antes se exponía una reproducción-, mientras que del Tesoro de Mairena del Alcor, se pueden ver dos brazaletes y un collar tipo torques, que no estaban expuestos. En total, la sala monográfica expone un total de 143 objetos de oro, plata, bronce, cerámica y otros materiales, entre los que destacan la pequeña escultura sedente de Astarté, del Carambolo, que es también pieza única en el mundo, el relieve de la diosa Astarté conocido como "Bronce Carriazo" y el Altar fenicio de Coria del Río recientemente restaurado por el IAPH.
El tesoro del Carambolo** sirve de motivo central a esta sala para ofrecer una nueva visión de las culturas tartesia y fenicia que habitaron este territorio entre los siglos IX y VI a.C.
El tesoro hallado en el cerro de El Carambolo (Camas, Sevilla) en 1958 y las excavaciones arqueológicas allí realizadas mostraron los restos de una civilización hasta entonce solo conocida por relatos históricos. No se correspondían con la ciudad de Tartessos mencionada por autores griegos y latinos, pero el extraordinario tesoro, compuesto por 21 piezas de oro puro, elaboradas con técnica experta, sí parecía -en expresión del profesor Juan de Mata Carriazo- digno de Argantonio, el mítico rey de los tartesios.
No menos importante fue identificar, por primera vez, los rasgos de la cultura tartesia en cerámicas y otros objetos. Desde entones, El Carambolo ha sido y es un referente de primera línea en la investigación de la Protohistoria de la Península Ibérica.
Nuevas investigaciones desarrolladas entre 2002 y 2005 dan a conocer un edificio religioso monumental, construido en fechas tempranas de la colonización fenicia, siguiendo directamente modelos conocidos del Mediterráneo oriental. Allí fue venerada Astarté y, tal vez, también Baal, entre los siglos IX y VI a.C. Este santuario de El Carambolo sirvió de modelo a otros de este periodo en el suroeste peninsular. Se incluyen en los contenidos de esta sala monográfica los que existieron en dos poblaciones ribereñas de lo que fue un gran golfo marino, en el territorio de las actuales marismas del Guadalquivir: los santuarios de Coria del Río y Lebrija.
Las joyas de El Carambolo fueron los objetos más apreciados del tesoro del templo, empleado en la liturgia o en las grandes celebraciones religiosas. Alguien las ocultó en un momento de peligro y ya nunca pudo recuperarlas. Son un ejemplo singular de la confluencia de dos tradiciones tecnológicas sobre un mismo objeto: la de los orfebres autóctonos y la de los colonos orientales que se establecen en el territorio tartesio. Nace así una nueva orfebrería, heredera de ambas pero con caracteres propios. Los tesoros de Ébora y Mairena ilustran dos momentos de su evolución.
El oro había sido descubierto y se empleaba desde los lejanos años de la Edad del Cobre (25000-2000 a.C.). Se trataba posiblemente de un oro aluvial, con el que, por medio de batido, se conseguían finas laminitas que debieron recubrir objetos de madera de los que nada se ha conservado. En ocasiones aparecen decorados con motivos muy sencillos, de tipo geométrico. Es el oro que emplean los hombres que dan culto a los ídolos oculados, de los que ya hemos visto algunos ejemplares y de los que aquí mostramos los más significativos, los tres impresionantes cilíndricos de mármol encontrados juntos en un mismo monumento funerario de Morón de la Frontera, y el ídolo placa de pizarra y el antropomorfo de hueso de Valencina de la Concepción. Algunos ejemplares debieron ser, sin embargo, también de madera, recubierta de láminas de oro, en los que aparecerían grabados los mismos rasgos que en los anteriores, como puede comprobarse en el fragmento de lámina hallada en El Gandul (Alcalá de Guadaira). Común a todos, sean de hueso, de mármol, de pizarra o de oro, son siempre sus grandes ojos de mirada frontal, los ojos-soles, enmarcados por unas sugerentes líneas de tatuaje que se pierden por debajo de unas largas melenas rizadas.
Al mismo Período Calcolitico pertenece la lámina de oro hallada en un enterramiento de la Cueva de los Algarbes (Tarifa, Cádiz), que podría haber envuelto una especie de pomo. Está decorada con un ajedrezado relleno de líneas paralelas, repujadas, muy parecidas a las que parecen observarse sobre los pequeños fragmentos recogidos en los diversos enterramientos de Valencina de la Concepción.
Durante el Período Campaniforme (2000-1500 a.C.), época a la que pertenece el vaso de cerámica que se presenta en la vitrina, uno de los ejemplares de mayor riqueza artística de esta cultura, se sigue utilizando el oro. A este periodo pertenece la larga cinta que envuelve, tal como fue hallada en una sepultura de la época, el conjunto de puntas de flechas de bronce tipo Palmela. Sigue siendo el oro batido. Y pudo utilizarse para enmangar alguna de aquéllas con especial vistosidad, como vemos presenta su lanza alguno de los héroes de La Ilíada, "cuya broncínea y reluciente punta estaba sujeta por áureo anillo" (VI, 320).
Durante la llamada Edad del Bronce Pleno (1500-1000 a.C.) falta el oro en los yacimientos de nuestra provincia. Vuelve a aparecer, sin embargo, a lo largo del Bronce Final (1100-800 a.C.), tanto en objetos indígenas como de importación, mostrando cada uno la técnica que se poseían los respectivos orfebres. Los indígenas no conocen todavía más sistema que el de fundición con ayuda de un molde, el mismo que empleaban en la realización de las hachas y espadas que veíamos en la vitrina 13, lo cual requería una enorme cantidad de metal precioso para conseguir incluso pequeñas joyas, como vemos en la espiral, probable adorno de pelo, de Villanueva del Río y Minas, o en la barrita cilíndrica, posible extremo de un torques, decorado con incisiones, de Lora del Río. Los colonizadores conocían ya, por el contrario, los secretos de la soldadura, lo que les permite realizar con esa misma cantidad de metal un mayor número de joyas. Y así estará realizada toda la orfebrería tartésica: a base de láminas unidas por sus bordes a las que se añaden, soldados, los correspondientes adornos, muchas veces elementos troquelados en serie. Antes de dominar la soldadura los orfebres indígenas comienzan a hacer ya, no obstante, joyas huecas, con láminas que recubren un núcleo modelado con una especie de resina, como vemos en el anillo y los pendientes amorcillados de Carmona, o a enriquecer sus objetos de adorno de bronce con un pequeño complemento de oro, como en el broche de cinturón de esa misma procedencia.
En una vitrina especial se muestran las joyas del Tesoro de El Carambolo, el más famoso tesoro tartésico, cuyo casual descubrimiento vino a confirmar la legendaria riqueza de aquella cultura, que ya conocíamos por las fuentes escritas, pero que no teníamos hasta su aparición confirmación arqueológica.
En octubre de 1958, cuando se realizaban en el cerro de El Carambolo, a las afueras de Sevilla, dentro ya del término municipal de Camas, unos trabajos de reparación en las instalaciones del Club de Tiro de Pichón, la herramienta de uno de los obreros vino a tropezar casualmente con una vasija de cerámica a mano en la que se guardaban las diversas joyas que constituían el tesoro. El hallazgo serviría asimismo para reemprender con nuevo empuje los estudios sobre la cultura tartésicca, abandonados desde que Adolf Shulten trabajara por la zona de la desembocadura del Guadalquivir y zonas inmediatas para tratar de localizar la emblemática ciudad de Tartessos, como años antes había conseguido su compatriota Schliemann con los de la legendaria Troya. Las excavaciones que se hicieron en el lugar del hallazgo del tesoro y en otros yacimientos en los que se intuía la presencia tartésica, sirvieron para identificar maaterialmente a esta cultura, conocer sus orígenes, su desarrollo, su difusión por gran parte del valle del Guadalquivir y zonas inmediatas, hasta poder decir hoy que la cultura tartésica es una de las más ampliamente conocidas de todas las que se han desarrollado en la Península Ibérica.
El tesoro en sí se compone de 21 piezas distintas, con un peso total de casi 3 kg. Todas las joyas pueden agruparse en dos conjuntos, de acuerdo con la decoración que presentan. Elemento característico de uno de ellos sería la decoración de rosetas; del otro, las hemisféricas. A aquél pertenecería uno de los pectorales y ocho placas. A éste, el otro pectoral, otras ocho placas y los dos brazaletes. El collar, la pieza cumbre del tesoro, pudo utilizarse con cualquiera de ellos.
Los pectorales fueron interpretados desde un principio como adornos de pecho y espalda, como los referidos en la Biblia para el Sumo Sacerdote. Recientemente se ha pensado, sin embargo, que pudieran haber servido para adornar las testuces de los toros destinados al sacrificio. Pero debe imponerse a nuestro juicio la hipótesis inicial del Prof. Carriazo, que desde un principio los consideró pectorales, y reparó en el parecido que guardaban con las pieles extendidas de los bóvidos y con los antiguos lingotes de cobre aparecidos en diversos puntos del Mediterráneo, desde Cerdeña a las costas de Siria y Palestina, y muy especialmente en Chipre y en Creta, a lo largo de la Edad del Bronce.
Se ha subrayado también el parecido formal de los pectorales, a pequeña escala, con los hogares que aparecen en algunos recintos de época tartésica que podrían ser santuarios, y desempeñar los hogares en ellos la función de altares.
De los ejemplares encontrados en El Carambolo, uno se conserva muy bien; prácticamente completo, sólo le falta la anilla de sustentación que presenta el segundo ejemplar, y algunos de los elementos decorativos, un par de rosetas El otro, por el contrario, aun estando completo, tiene roto uno de los extremos, partido por la herramienta del obrero que halló el tesoro.
Los brazaletes se hallan los dos, por el contrario, en muy buen estado de conservación. Completos y con todos sus elementos decorativos, sólo se observan en ellos huellas de pequeños golpes causados por el uso. Por el modo como se hallan deformados sus bordes en algunos lugares, aplastados, puede asegurarse que se llevaron colocados en los brazos, por encima del codo.
Con las placas podemos hacer dos grandes grupos. En uno, ocho de ellas, todas iguales, del mismo tamaño y con la misma decoración cubriendo por completo su cara superior, a base fundamentalmente de hemisferas con la cúpula rehundida, coincidiendo con la de uno de los pectorales.
Las del otro grupo no son todas del mismo tamaño. Aunque todas tengan la misma altura, su anchura es variable, para facilitar quizá la formación de un adorno circular, al quedar unidas entre sí, como las anteriores, por sus lados largos.
Todas tienen en común, sin embargo, la presencia, entre las dos placas base, de series continuas de canutillos transversales abiertos, indicando con toda claridad que en su día estuvieron atravesadas por cordoncillos que permitirían mantenerlas unidas entre sí por sus lados largos, formando ya una corona, como lo interpretó Carriazo en un principio, y como las vemos utilizadas en el marfil de Nimrud cuya representación ofrecemos en la vitrina, ya un cinturón, como en la terracota chipriota. Modernamente se ha pensado en la posibilidad de que pudieran haber servido para colocar sobre los lomos de los toros destinados al sacrificio, pero creemos debe desecharse esta teoría, pues quedarían sin sentido los brazaletes y, sobre todo, el collar. Todos ellos deben ser considerados, a nuestro parecer, como adornos personales.
El collar es, sin duda, la pieza cumbre del tesoro, y quizá la única que no ha ido realizada en territorio tartésico. El virtuosismo que requiere su factura no parece haberse alcanzado en ningún taller indígena de los que aquí trabajaron, muy por encima del que requieren las restantes piezas, placas, pectorales o brazaletes. Está formado por una cadena doble, con cierre de anilla, y un pasador bitroncocónico del que arrancan siente sellos giratorios, tan empleados hasta entonces como medio de identificación personal, pero que en la época del tesoro parecen haber dejado ya de cumplir su función original para convertirse en meras joyas de adorno personal, por lo que aparecen ricamente decorados con motivos vegetales y geométricos, que se completarían en su día con rellenos de pasta vítrea, de la que sólo quedan escasos indicios en algún ejemplar.
Su estado de conservación es casi perfecto. Le falta, no obstante, uno de los sellos, perdido probablemente en el momento del hallazgo. el collar habría tenido, por tanto, originalmente, ocho sellos.
Aunque se han hallado en diversos lugares, Coria, Carmona, Montemolín, restos de construcciones que se han interpretado, por sus ajuares, como lugares de culto, en ninguno de ellos ha podido ser identificada la divinidad a la que estuvieron dedicados, excepto en El Carambolo, en cuyo cerro se halló una pequeña escultura de bronce, fundido a la cera perdida, que representaba a la diosa Astarté, a la cual podemos contemplar en una pequeña vitrina.
La pequeña Astarté es, quizá, la figura más subyugante de todo el Museo y una de las piezas más emblemáticas de la cultura tartésica y de todo el período de las colonizaciones. Seria, solemne, inmóvil, desnuda, mira al frente con unos ojos grandes, almendrados, sentada sobre un trono, que ha perdido, lo mismo que sus manos, a las cuales podemos imaginar, una en actitud bendecidora y la otra portando un cetro, postura común entre las diosas sedentes. Adorna su cabeza con un peinado de tipo egipcio, a base de tirabuzones sementados que caen por encima de los hombros hasta los pechos. Apoya sus pies sobre un escabel, en el que aparece grabada una inscripción en caracteres fenicios que hay que considerar como el texto escrito más antiguo encontrado en la Península Ibérica. Dice literalmente: Esta ofrenda la ha hecho B'lytn, / hijo de D'mlk, y '¨Bdb'il, hi/jo de D'mlk, hijo de Ys'l a / Astarté Nuestra Señora, porque / ella ha oido la voz de su plegaria. La semejanza de su contenido con el de otra inscripción de la comunidad fenicia de Menfis, ha hecho pensar en la posible presencia de miembros de esta comunidad en Sevilla, la antigua Spal, los cuales habrían levantado un santuario a Astarté en el cerro de El Carambolo, a orillas del río, en el mismo lugar en que se había hallado el famoso tesoro, y donde, basados en estos hallazgos, se ha querido situar un santuario a la diosa.
Astarté era la divinidad protectora de Tiro, ciudad de la que procedían la mayor parte de los colonizadores fenicios que llegaron a la Península, que la trajeron con ellos, le levantaron santuarios y le ofrecieron exvotos. Astarté sería después asimilada por los indígenas a su ancestral diosa madre, de carácter astral, diosa de la vida, de la fecundidad y de la muerte, la misma quizá a la que tuvimos oportunidad de ver representada en los lejanos tiempos de la Edad del Cobre, casi dos mil años antes.
Encargado del culto a la diosa estaría algún sacerdote, al cual pudieron pertenecer las joyas del tesoro que, a juzgar por el testimonio de los obreros que lo hallaron, había sido depositado en una vasija de cerámica indígena.
Pocas semanas después de la aparición del tesoro de El Carambolo, tuvo lugar el hallazgo, también casual, de algunas de las joyas del que hoy llamamos Tesoro de Ébora, por el nombre del lugar en que fue localizado, posible solar de una ciudad indígena de ese nombre, de origen céltico, repetido en otros lugares de la península, y que todavía hoy lleva el cortijo que allí se ubica, en el término municipal de Sanlúcar de Barrameda (Cádiz), frente a la desembocadura del Guadalquivir. Es un lugar expresamente citado por Estrabón, historiador y geógrafo griego que escribe en época de Augusto, el cual sitúa allí el santuario de Phósphoros, llamado también de la Lux Divina, lo que movió al arqueólogo alemán Adolf Schulten y al inglés Jorge Bonsor a realizar allí excavaciones, con la esperanza de localizar la antigua ciudad de Tartessos, pero sin encontrar restos de mayor importancia.
Al roturarse por primera vez, sin embargo, en noviembre de 1958, unos terrenos hasta entonces baldíos, los arados sacaron a la superficie diversas joyas que posiblemente estuvieran hasta entonces enterradas y ocultas en alguna vasija. Parte de ellas se perdieron, aquiridas y fundidas por un joyero. Otras, cerca de un centenar de oro, y numerosas cuentas de collar de cornalina, pudieron ser recuperadas o se hallaron en las excavaciones que se llevaron a cabo en los meses inmediatos.
No todas las joyas que integran el tesoro pueden datarse en la misma fecha. Las más antiguas, como la diadema o las cadenillas con caras humanas, son del siglo VII a.C.
Las joyas del tesoro de Ébora son en su conjunto, y muy especialmente la diadema, de una calidad artística superior a la de las joyas del tesoro de El Carambolo, exceptuando el collar. Aunque el sistema de producción es básicamente el mismo, dos placas soldadas por sus bordes, el sistema decorativo es muy diferente, ya que se realiza en su mayor parte por medio del granulado y la filigrana, que solo tímidamente hacen su aparición en el collar de El Carambolo, y presenta en su composición no solo elementos geométricos y vegetales, sino también animados, zoomorfos en los remates triangulares, con pares de animales flanqueando una pequeña venera, posible símbolo del árbol de la vida, series de SS a manera de liras, y antropomorfos en los colgantes repetidos que rematan la diadema en su parte inferior, en los que destacan unas caras largas, en las que llaman la atención, sobre todo, sus grandes ojos, cuatro con pupilas indicadas y dos sin ellas, como ciegos, que nos hacen recordar a sus ídolos oculados del Período Calcolítico, y ponerlos en relación con los ojos petrificadores de la terrible Gorgona, que el mito griego sitúa en estas tierras del extremo occidente.
Al tesoro pertenecen también dos fragmentos de cadenillas con elementos decorativos muy variados y elocuentes.En la parte superior, el nudo de Hércules, complementado con diversas rosetas troqueladas. En la inferior, el disco solar entre dos crecientes lunares. Por encima, cabezas humanas bifrontes, y por debajo pequeños alveolos vacíos para rellenar con pasta vítrea. Aquéllas se han querido poner en relación, teniendo en cuenta las influencias célticas que parecen llegar hasta la región, y evidenciarse incluso en el nombre de la ciudad, con el ritual de las cabezas cortadas. Las rosetas son el elemento más frecuente entre los temas decorativos orientalizantes. Podrían hacer alusión a la diosa Astarté. El sol y la luna nos hablan de la existencia de cultos astrales, que perdurarán entre los indígenas hasta la llegada de los romanos.
En el escondrijo se hallaban también dos pequeños cilindros iguales, en forma de pequeños tonelitos. No conocemos su función, pero ésta es evidentemente decorativa. Están formados por una fina lámina de metal cerrada sobre sí misma cuya superficie se ha decorado con motivos geométricos dispuestos en fajas o bandas, a base de hilos de filigrana e impresión. En los círculos que los cierran, tanto en la cara superior como en la inferior, lisas, hay pares de anillitas para suspenderlos de otras piezas. También las hay en las paredes laterales.
Del conjunto formaban parte asimismo diversos adornos de cuello. Un collar de cuentas de oro, unas bitroncocónicas, decoradas con granulado, y otras esféricas, caladas. El segundo collar es de cuentas de cornalina. El tercero es una gargantilla constituida por un fino hilo de metal cuyos extremos, vueltos, se engarzan entre sí.
Hay también un par de arracadas gemelas y otros adornos de oreja y nariz de forma amorcillada, todos macizos; y un par de sortijas decoradas con motivos geométricos incisos en los chatones.
Y hay finalmente media docena de bonitos colgantes, dos en forma de pequeñas "bullas", muy sencillos, y tres de mayor riqueza decorativa, en los que el oro alterna con la pasta vítrea que rellenaba sin duda los pequeños alveolos que presenta, como las arracadas y los colgantes de las cadenillas.
El tesoro puede fecharse en su conjunto a fines del siglo VII a.C., al menos la diadema y las cadenillas, pero no todas las joyas son tan antiguas. Algunas no pasarían del s. VI.
Se completa el conjunto del Tesoro de Ébora con una arracada de El Pedroso, a base de elementos soldados, y un bonito anillo del Cabezo de la Esperanza (Huelva), decorado con una roseta en relieve.
Y si al tesoro de El Carambolo lo relacionábamos íntimamente con la Astarté del mismo yacimiento, aquí, con las joyas de Ébora, y aunque no guarde una relación tan estrecha, pues se trata de piezas cuya procedencia no conocemos, presentamos una pareja de dioses, o, mejor dicho, a la pareja de dioses más emblemáticos de todos cuantos los colonizadores trajeron a nuestra tierra. Por un lado, de nuevo, a Astarté; por otro, a Melkart. Eran la pareja de dioses protectores de la ciudad de Tiro, lugar, como hemos dicho, del que procedían la mayor parte de los navegantes fenicios que llegaron a este lado del Mediterráneo.
La imagen de esta Astarté es conocida normalmente como "Bronce Carriazo", por el nombre de su descubridor, que la encontró en un mercadillo de antigüedades de Sevilla. En ella la diosa, vista de frente, surge entre dos patos con las manos en alto, sujetando en ellas sendos triángulos calados, sistros, a un lado y otro de la cabeza, por encima de la cual se juntan las alas extendidas de las aves. Sus cuerpos, mirando en direcciones opuestas, se funden a su vez para formar una especie de barca, cuya quilla queda constituida por una serie de protuberancias perforadas. Por la parte dorsal presenta una gruesa anilla, fundida en la misma pieza.
Es, sin duda, una de las piezas más emblemáticas de todo el período orientalizante tartésico, junto a la Astarté de El Carambolo. Se ha interpretado como la cama lateral de un bocado de caballo, con la representación de la diosa Astarté tocando los sistros y navegando en la barca solar. Cubre su cuerpo con una fina túnica adornada con numerosas flores de loto, abiertas y cerradas, colocadas boca abajo, para que la diosa pueda gozarlas, al mirarlas, en posición natural. Mira al frente con sus grandes ojos almendrados y se peina con la típica melena hathórida, en dos crenchas rematadas en rizos. Su parecido con las cabecitas que adornan con frecuencia los remaches de los aguamaniles rituales que veremos más adelante, no deja lugar a dudas sobre su identidad. La disposición de las plumas de las alas de las aves evidencia, por otra parte, su inspiración oriental. De los apéndices inferiores colgarían seguramente cadenillas con pequeños cascabeles que sonaran al entrechocar entre sí, como es habitual en otros objetos, tanto en la zona tartésica como en la céltica, y que están relacionados con una liturgia de la música y el ruido. El tema de la barca solar formada por dos ánades o cisnes con el disco solar en el centro es muy conocido en colgantes de fíbulas y collares orientalizantes. En el "Bronce Carriazo" el disco solar ha sido sustituido por la imagen de la diosa. Es difícil decir si se trata de un producto importado o realizado en talleres peninsulares por boncistas orientales, aunque parece ser ésta la opinión de la mayoría. No se han encontrado, sin embargo, hasta ahora paralelos para esta pieza.
El Melkart es menos conocido, pero no por ello de menor interés. Podemos incluirlo dentro del grupo de representaciones del llamado "dios que ataca", un dios guerrero, a la carrera, armado de lanza en la mano derecha y escudo en la izquierda, muy popular en las regiones orientales del Mediterráneo a lo largo del último milenio a.C. e incluso con anterioridad.
Nuestra figura es, sin embargo, posterior, como lo indica el que aparezca parcialmente cubierto con la piel del león. Su cabeza es grande, desproporcionada. Sus rasgos, toscos, duros, inexpresivos. Los ojos, grandes, almendrados, pero excesivos, desorbitados, muy lejos de la finura de los de Astarté. Cejas y párpados enormes, desmesurados. La nariz, extremadamente larga, gruesa, asimétrica. Está claro que al toreuta no le importaban los detalles, sino el gesto, la actitud. Quería representar al "dios guerrero", y recoge los atributos del dios oriental y los de Hércules griego, para representar al que los romanos llamarán el Hércules fenicio, cuyo santuario en Cádiz aún tendrán ocasión de conocer pasados los siglos. Es una derivación del antiguo dios Reshef convertido en Melkart, "el señor de la ciudad", y asimilado éste al Hércules griego, el dios que recorre la tierra ayudando a los débiles, y civilizando a los hombres, un dios salvador que había conocido la muerte por fuego, pero que había logrado la resurrección, lo que le había dado el carácter de dios vegetal que muere y nada cada año. También Hércules había muerto abrasado al arrojarse a una hoguera tras ponerse la túnica del centauro Nesos que le había entregado Deyanira. Eran rasgos coincidentes que explican la fácil asimilación de un dios por otro.
El culto a este dios, como el de Astarté, se difundirá por todo el Mediterráneo con los comerciantes fenicios, con los que llegará también al Valle del Guadalquivir. Aquí se levantarán templos en los que recibiría culto, y en los que sería asimismo asimilado a alguna divinidad indígena de fuerte arraigo popular, lo que haría posible su presencia en nuestra tierra a lo largo de más de mil años, posiblemente hasta época del emperador Teodosio, en el templo que se le levantó en Cádiz, que los escritores clásicos denominarán el Herakleion, aunque ellos mismos reconocen que el Hércules de Cádiz no es el griego sino el fenicio, y aseguran que el ritual de este dios en Cádiz es el mismo que el de Tiro. Esta asimilación se habría producido a lo largo del siglo VI a.C.
En cuanto a la última etapa de la Protohistoria, la que media entre los últimos tiempos de Tartessos y los primeros de Roma. Es una etapa mucho menos rica y creativa en todo lo relacionado con la orfebrería. El número de joyas disminuye y su virtuosismo técnico también, aunque todavía tratan de imitarse algunos de los antiguos modos de trabajar orientalizantes, como es el más famoso tesoro de esta época, el de Mairena del Alcor.
Está constituido este tesoro por diversas piezas de oro y plata, en alguna de las cuales se pone de manifiesto la perduración del gusto por las joyas decoradas con granulado, aunque éste ya no está realizado por medio de minúsculos gránulos soldados a la placa base, como en los de El Carambolo y Ébora, sino a base de simple repujado, por medio de un punzón aplicado por el reverso, que dibuja en el anverso el motivo deseado. Sigue el gusto asimismo por los elementos colgantes, que en Ébora eran caras humanas y aquí son bellotas, a las que también es necesario dar un significado simbólico, relacionado quizá con la consideración de la encina como árbol sagrado.
A los influjos orientalizantes podemos añadir ahora los continentales, centroeuropeos, evidentes en la fíbula de tipo La Tène, con resorte a modo de ballesta, y los griegos, helenísticos, presentes en los dos espléndidos brazaletes en forma de serpiente envuelta en espiral y en la copita de plata con asas voladas. El ingrediente indígena lo aporta el magnífico torques de hilos trenzados y los dos vasitos de plata sin asas, decorados en su mitad inferior con diversos motivos geométricos incisos.
Los dos brazaletes serpentiformes hemos de considerarlos productos de importación desde el mundo griego, donde son frecuentes en esta época y están muy difundidos en su área de influencia, incluso en el Norte de Egipto y el Sur de Italia, donde conocemos paralelos exactos, podríamos decir incluso que de un mismo taller, procedentes de ajuares funerarios. A la belleza de los brazaletes entre sí, realzada en su día por la presencia de pasta vítrea en la oquedad de la cola, importante innovación de la orfebrería helenística, hay que añadir su significado simbólico, el que tuvo la serpiente en el mundo antiguo por todo el Mediterráneo, como animal con un doble carácter, protector y perjudicial, símbolo de la realeza entre los egipcios, custodio de los lugares sagrados para los griegos, maldecido por Yahvéh en el Edén, relacionado con el mundo funerario, y con las divinidades del mundo subterráneo, para los etruscos y romanos. La renovación periódica de su piel se interpretó, por otra parte, como símbolo de su capacidad de constante rejuvenecimiento y renovación. No es raro, por ello que la tengamos representada en objetos de adorno personales y rituales de diverso tipo, y así la veremos en las próximas salas en algunos broches de cinturón tartésicos y en la bandeja de bronce de un ajuar funerario.
El torques, perfectamente conservado, es de una extraordinaria belleza y riqueza, y evidencia una gran habilidad técnica en los orfebres que lo realizaron, indudablemente indígenas, pues no se conocen paralelos fuera de la Península. Son 4 gruesos hilos, de 2 mm. de diámetro cada uno, trenzados al aire y fundidos en los extremos para dar lugar a los terminales, rematados en ojales para su sujeción. Podemos considerarlo tanto una joya masculina como femenina, aunque, por el contexto que le acompaña, en Mairena parece haber pertenecido a una mujer.
Al contrario que el resto de las joyas, la diadema está incompleta. Solo conserva uno de los remates triangulares y faltan elementos rectangulares de su cuerpo, cuyo número podemos calcular por el de bellotas que ahora presentamos separadas, pero que en su día formarían parte de ella, colgando de su parte inferior. Las bellotas fueron utilizadas con mucha frecuencia como elementos decorativos en el mundo orientalizante por todo el Mediterráneo, sobre todo en Grecia, donde la encina es un árbol sagrado desde el que con frecuencia habla Zeus.
Completa el tesoro un delicado cinturón en forma de cinta, que aparece partido, un anillo-sello con la representación en hueco de un águila en reposo, y una pulsera, realizada no por medio de soldadura sino al antiguo modo, fundida. Con ellos, un colgante en forma de capsulita cilíndrica, hoy vacía, pero que en su día estaría rellena de pasta vítrea, y una bulla, una pequeña joyita utilizada como amuleto protector entre los etruscos, de donde pasará a los romanos, como tendremos oportunidad de ver en su momento, en la sala XVIII.
Al tesoro de Mairena tenemos que ponerlo en relación con los momentos de intranquilidad política que vivieron los indígenas en la segunda mitad del s. III a.C., con motivo de la guerra en nuestro suelo entre cartagineses y romanos, en la cual, tanto unos como otros les despojaron de sus bienes, lo que les movió con cierta frecuencia a esconderlos, sobre todo las joyas, que unas veces serían después recuperadas y otras no, como en este caso.
Fruto de otro ocultamiento, relacionado éste con las guerras civiles entre romanos que se desarrollarán en nuestro suelo, serán los dos cuencos parabólicos de plata que, cerrado uno sobre otro, encajados por sus bocas, aparecieron el El Castillo de las Guardas, conteniendo en su interior un tesorillo de monedas de plata, 108 denarios de época republicana, que nos ayudarán a situar el escondrijo en la época de Sertorio, a principios del siglo I a.C.
Los ojos recortados en la lámina de plata se han considerado como un exvoto de época ibérica. Aparecieron en Alhonoz (Herrera - Écija), entre los restos de un posible santuario, cuyos ajuares, con una diosa Minerva, podremos ver en la sala X.
Los dos altos candeleros son una reproducción del conjunto que apareció en Lebrija, a orillas del Mar Tartésico, y que se conserva en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid. De plena época tartésica, sirvieron como soportes de luz o incensarios en honor de una divinidad que no conocemos, pero a la que puedo acudirse como protectora de las travesías y garante de las transacciones comerciales, en algún santuario de la antigua Nabrissa, del que nada se ha conservado. En la actualidad, sin embargo, se piensa en la posibilidad de que no fueran candeleros para la divinidad, sino representación simbólica de la divinidad misma, como en el caso de los betilos de El Carambolo y que pudieran tratarse de regalos regios o de la élite indígena involucrada en el negocio comercial a finales del s. VIII o principios del VII a.C.
Esta es una sala de reciente creación, concretamente en enero de 2012 y se ubica en la primera planta del edificio museístico. El discurso expositivo planteado en esta sala se articula en cuatro unidades temáticas, de distinta densidad de contenidos, subdivididas en algunos casos en varias unidades y organizado en los siguientes bloques: "Historia de un descubrimiento", "El santuario del Carambolo", "Otros santuarios costeros y fluviales: Coria y Lebrija", y "Los tesoros de Évora y Mairena". Concretamente, del de Ébora se incorpora como novedad la diadema original del Tesoro de Ébora -de la que antes se exponía una reproducción-, mientras que del Tesoro de Mairena del Alcor, se pueden ver dos brazaletes y un collar tipo torques, que no estaban expuestos. En total, la sala monográfica expone un total de 143 objetos de oro, plata, bronce, cerámica y otros materiales, entre los que destacan la pequeña escultura sedente de Astarté, del Carambolo, que es también pieza única en el mundo, el relieve de la diosa Astarté conocido como "Bronce Carriazo" y el Altar fenicio de Coria del Río recientemente restaurado por el IAPH.
El tesoro del Carambolo** sirve de motivo central a esta sala para ofrecer una nueva visión de las culturas tartesia y fenicia que habitaron este territorio entre los siglos IX y VI a.C.
El tesoro hallado en el cerro de El Carambolo (Camas, Sevilla) en 1958 y las excavaciones arqueológicas allí realizadas mostraron los restos de una civilización hasta entonce solo conocida por relatos históricos. No se correspondían con la ciudad de Tartessos mencionada por autores griegos y latinos, pero el extraordinario tesoro, compuesto por 21 piezas de oro puro, elaboradas con técnica experta, sí parecía -en expresión del profesor Juan de Mata Carriazo- digno de Argantonio, el mítico rey de los tartesios.
No menos importante fue identificar, por primera vez, los rasgos de la cultura tartesia en cerámicas y otros objetos. Desde entones, El Carambolo ha sido y es un referente de primera línea en la investigación de la Protohistoria de la Península Ibérica.
Nuevas investigaciones desarrolladas entre 2002 y 2005 dan a conocer un edificio religioso monumental, construido en fechas tempranas de la colonización fenicia, siguiendo directamente modelos conocidos del Mediterráneo oriental. Allí fue venerada Astarté y, tal vez, también Baal, entre los siglos IX y VI a.C. Este santuario de El Carambolo sirvió de modelo a otros de este periodo en el suroeste peninsular. Se incluyen en los contenidos de esta sala monográfica los que existieron en dos poblaciones ribereñas de lo que fue un gran golfo marino, en el territorio de las actuales marismas del Guadalquivir: los santuarios de Coria del Río y Lebrija.
Las joyas de El Carambolo fueron los objetos más apreciados del tesoro del templo, empleado en la liturgia o en las grandes celebraciones religiosas. Alguien las ocultó en un momento de peligro y ya nunca pudo recuperarlas. Son un ejemplo singular de la confluencia de dos tradiciones tecnológicas sobre un mismo objeto: la de los orfebres autóctonos y la de los colonos orientales que se establecen en el territorio tartesio. Nace así una nueva orfebrería, heredera de ambas pero con caracteres propios. Los tesoros de Ébora y Mairena ilustran dos momentos de su evolución.
El oro había sido descubierto y se empleaba desde los lejanos años de la Edad del Cobre (25000-2000 a.C.). Se trataba posiblemente de un oro aluvial, con el que, por medio de batido, se conseguían finas laminitas que debieron recubrir objetos de madera de los que nada se ha conservado. En ocasiones aparecen decorados con motivos muy sencillos, de tipo geométrico. Es el oro que emplean los hombres que dan culto a los ídolos oculados, de los que ya hemos visto algunos ejemplares y de los que aquí mostramos los más significativos, los tres impresionantes cilíndricos de mármol encontrados juntos en un mismo monumento funerario de Morón de la Frontera, y el ídolo placa de pizarra y el antropomorfo de hueso de Valencina de la Concepción. Algunos ejemplares debieron ser, sin embargo, también de madera, recubierta de láminas de oro, en los que aparecerían grabados los mismos rasgos que en los anteriores, como puede comprobarse en el fragmento de lámina hallada en El Gandul (Alcalá de Guadaira). Común a todos, sean de hueso, de mármol, de pizarra o de oro, son siempre sus grandes ojos de mirada frontal, los ojos-soles, enmarcados por unas sugerentes líneas de tatuaje que se pierden por debajo de unas largas melenas rizadas.
Al mismo Período Calcolitico pertenece la lámina de oro hallada en un enterramiento de la Cueva de los Algarbes (Tarifa, Cádiz), que podría haber envuelto una especie de pomo. Está decorada con un ajedrezado relleno de líneas paralelas, repujadas, muy parecidas a las que parecen observarse sobre los pequeños fragmentos recogidos en los diversos enterramientos de Valencina de la Concepción.
Durante el Período Campaniforme (2000-1500 a.C.), época a la que pertenece el vaso de cerámica que se presenta en la vitrina, uno de los ejemplares de mayor riqueza artística de esta cultura, se sigue utilizando el oro. A este periodo pertenece la larga cinta que envuelve, tal como fue hallada en una sepultura de la época, el conjunto de puntas de flechas de bronce tipo Palmela. Sigue siendo el oro batido. Y pudo utilizarse para enmangar alguna de aquéllas con especial vistosidad, como vemos presenta su lanza alguno de los héroes de La Ilíada, "cuya broncínea y reluciente punta estaba sujeta por áureo anillo" (VI, 320).
Durante la llamada Edad del Bronce Pleno (1500-1000 a.C.) falta el oro en los yacimientos de nuestra provincia. Vuelve a aparecer, sin embargo, a lo largo del Bronce Final (1100-800 a.C.), tanto en objetos indígenas como de importación, mostrando cada uno la técnica que se poseían los respectivos orfebres. Los indígenas no conocen todavía más sistema que el de fundición con ayuda de un molde, el mismo que empleaban en la realización de las hachas y espadas que veíamos en la vitrina 13, lo cual requería una enorme cantidad de metal precioso para conseguir incluso pequeñas joyas, como vemos en la espiral, probable adorno de pelo, de Villanueva del Río y Minas, o en la barrita cilíndrica, posible extremo de un torques, decorado con incisiones, de Lora del Río. Los colonizadores conocían ya, por el contrario, los secretos de la soldadura, lo que les permite realizar con esa misma cantidad de metal un mayor número de joyas. Y así estará realizada toda la orfebrería tartésica: a base de láminas unidas por sus bordes a las que se añaden, soldados, los correspondientes adornos, muchas veces elementos troquelados en serie. Antes de dominar la soldadura los orfebres indígenas comienzan a hacer ya, no obstante, joyas huecas, con láminas que recubren un núcleo modelado con una especie de resina, como vemos en el anillo y los pendientes amorcillados de Carmona, o a enriquecer sus objetos de adorno de bronce con un pequeño complemento de oro, como en el broche de cinturón de esa misma procedencia.
En una vitrina especial se muestran las joyas del Tesoro de El Carambolo, el más famoso tesoro tartésico, cuyo casual descubrimiento vino a confirmar la legendaria riqueza de aquella cultura, que ya conocíamos por las fuentes escritas, pero que no teníamos hasta su aparición confirmación arqueológica.
En octubre de 1958, cuando se realizaban en el cerro de El Carambolo, a las afueras de Sevilla, dentro ya del término municipal de Camas, unos trabajos de reparación en las instalaciones del Club de Tiro de Pichón, la herramienta de uno de los obreros vino a tropezar casualmente con una vasija de cerámica a mano en la que se guardaban las diversas joyas que constituían el tesoro. El hallazgo serviría asimismo para reemprender con nuevo empuje los estudios sobre la cultura tartésicca, abandonados desde que Adolf Shulten trabajara por la zona de la desembocadura del Guadalquivir y zonas inmediatas para tratar de localizar la emblemática ciudad de Tartessos, como años antes había conseguido su compatriota Schliemann con los de la legendaria Troya. Las excavaciones que se hicieron en el lugar del hallazgo del tesoro y en otros yacimientos en los que se intuía la presencia tartésica, sirvieron para identificar maaterialmente a esta cultura, conocer sus orígenes, su desarrollo, su difusión por gran parte del valle del Guadalquivir y zonas inmediatas, hasta poder decir hoy que la cultura tartésica es una de las más ampliamente conocidas de todas las que se han desarrollado en la Península Ibérica.
El tesoro en sí se compone de 21 piezas distintas, con un peso total de casi 3 kg. Todas las joyas pueden agruparse en dos conjuntos, de acuerdo con la decoración que presentan. Elemento característico de uno de ellos sería la decoración de rosetas; del otro, las hemisféricas. A aquél pertenecería uno de los pectorales y ocho placas. A éste, el otro pectoral, otras ocho placas y los dos brazaletes. El collar, la pieza cumbre del tesoro, pudo utilizarse con cualquiera de ellos.
Los pectorales fueron interpretados desde un principio como adornos de pecho y espalda, como los referidos en la Biblia para el Sumo Sacerdote. Recientemente se ha pensado, sin embargo, que pudieran haber servido para adornar las testuces de los toros destinados al sacrificio. Pero debe imponerse a nuestro juicio la hipótesis inicial del Prof. Carriazo, que desde un principio los consideró pectorales, y reparó en el parecido que guardaban con las pieles extendidas de los bóvidos y con los antiguos lingotes de cobre aparecidos en diversos puntos del Mediterráneo, desde Cerdeña a las costas de Siria y Palestina, y muy especialmente en Chipre y en Creta, a lo largo de la Edad del Bronce.
Se ha subrayado también el parecido formal de los pectorales, a pequeña escala, con los hogares que aparecen en algunos recintos de época tartésica que podrían ser santuarios, y desempeñar los hogares en ellos la función de altares.
De los ejemplares encontrados en El Carambolo, uno se conserva muy bien; prácticamente completo, sólo le falta la anilla de sustentación que presenta el segundo ejemplar, y algunos de los elementos decorativos, un par de rosetas El otro, por el contrario, aun estando completo, tiene roto uno de los extremos, partido por la herramienta del obrero que halló el tesoro.
Los brazaletes se hallan los dos, por el contrario, en muy buen estado de conservación. Completos y con todos sus elementos decorativos, sólo se observan en ellos huellas de pequeños golpes causados por el uso. Por el modo como se hallan deformados sus bordes en algunos lugares, aplastados, puede asegurarse que se llevaron colocados en los brazos, por encima del codo.
Con las placas podemos hacer dos grandes grupos. En uno, ocho de ellas, todas iguales, del mismo tamaño y con la misma decoración cubriendo por completo su cara superior, a base fundamentalmente de hemisferas con la cúpula rehundida, coincidiendo con la de uno de los pectorales.
Las del otro grupo no son todas del mismo tamaño. Aunque todas tengan la misma altura, su anchura es variable, para facilitar quizá la formación de un adorno circular, al quedar unidas entre sí, como las anteriores, por sus lados largos.
Todas tienen en común, sin embargo, la presencia, entre las dos placas base, de series continuas de canutillos transversales abiertos, indicando con toda claridad que en su día estuvieron atravesadas por cordoncillos que permitirían mantenerlas unidas entre sí por sus lados largos, formando ya una corona, como lo interpretó Carriazo en un principio, y como las vemos utilizadas en el marfil de Nimrud cuya representación ofrecemos en la vitrina, ya un cinturón, como en la terracota chipriota. Modernamente se ha pensado en la posibilidad de que pudieran haber servido para colocar sobre los lomos de los toros destinados al sacrificio, pero creemos debe desecharse esta teoría, pues quedarían sin sentido los brazaletes y, sobre todo, el collar. Todos ellos deben ser considerados, a nuestro parecer, como adornos personales.
El collar es, sin duda, la pieza cumbre del tesoro, y quizá la única que no ha ido realizada en territorio tartésico. El virtuosismo que requiere su factura no parece haberse alcanzado en ningún taller indígena de los que aquí trabajaron, muy por encima del que requieren las restantes piezas, placas, pectorales o brazaletes. Está formado por una cadena doble, con cierre de anilla, y un pasador bitroncocónico del que arrancan siente sellos giratorios, tan empleados hasta entonces como medio de identificación personal, pero que en la época del tesoro parecen haber dejado ya de cumplir su función original para convertirse en meras joyas de adorno personal, por lo que aparecen ricamente decorados con motivos vegetales y geométricos, que se completarían en su día con rellenos de pasta vítrea, de la que sólo quedan escasos indicios en algún ejemplar.
Su estado de conservación es casi perfecto. Le falta, no obstante, uno de los sellos, perdido probablemente en el momento del hallazgo. el collar habría tenido, por tanto, originalmente, ocho sellos.
Aunque se han hallado en diversos lugares, Coria, Carmona, Montemolín, restos de construcciones que se han interpretado, por sus ajuares, como lugares de culto, en ninguno de ellos ha podido ser identificada la divinidad a la que estuvieron dedicados, excepto en El Carambolo, en cuyo cerro se halló una pequeña escultura de bronce, fundido a la cera perdida, que representaba a la diosa Astarté, a la cual podemos contemplar en una pequeña vitrina.
La pequeña Astarté es, quizá, la figura más subyugante de todo el Museo y una de las piezas más emblemáticas de la cultura tartésica y de todo el período de las colonizaciones. Seria, solemne, inmóvil, desnuda, mira al frente con unos ojos grandes, almendrados, sentada sobre un trono, que ha perdido, lo mismo que sus manos, a las cuales podemos imaginar, una en actitud bendecidora y la otra portando un cetro, postura común entre las diosas sedentes. Adorna su cabeza con un peinado de tipo egipcio, a base de tirabuzones sementados que caen por encima de los hombros hasta los pechos. Apoya sus pies sobre un escabel, en el que aparece grabada una inscripción en caracteres fenicios que hay que considerar como el texto escrito más antiguo encontrado en la Península Ibérica. Dice literalmente: Esta ofrenda la ha hecho B'lytn, / hijo de D'mlk, y '¨Bdb'il, hi/jo de D'mlk, hijo de Ys'l a / Astarté Nuestra Señora, porque / ella ha oido la voz de su plegaria. La semejanza de su contenido con el de otra inscripción de la comunidad fenicia de Menfis, ha hecho pensar en la posible presencia de miembros de esta comunidad en Sevilla, la antigua Spal, los cuales habrían levantado un santuario a Astarté en el cerro de El Carambolo, a orillas del río, en el mismo lugar en que se había hallado el famoso tesoro, y donde, basados en estos hallazgos, se ha querido situar un santuario a la diosa.
Astarté era la divinidad protectora de Tiro, ciudad de la que procedían la mayor parte de los colonizadores fenicios que llegaron a la Península, que la trajeron con ellos, le levantaron santuarios y le ofrecieron exvotos. Astarté sería después asimilada por los indígenas a su ancestral diosa madre, de carácter astral, diosa de la vida, de la fecundidad y de la muerte, la misma quizá a la que tuvimos oportunidad de ver representada en los lejanos tiempos de la Edad del Cobre, casi dos mil años antes.
Encargado del culto a la diosa estaría algún sacerdote, al cual pudieron pertenecer las joyas del tesoro que, a juzgar por el testimonio de los obreros que lo hallaron, había sido depositado en una vasija de cerámica indígena.
Pocas semanas después de la aparición del tesoro de El Carambolo, tuvo lugar el hallazgo, también casual, de algunas de las joyas del que hoy llamamos Tesoro de Ébora, por el nombre del lugar en que fue localizado, posible solar de una ciudad indígena de ese nombre, de origen céltico, repetido en otros lugares de la península, y que todavía hoy lleva el cortijo que allí se ubica, en el término municipal de Sanlúcar de Barrameda (Cádiz), frente a la desembocadura del Guadalquivir. Es un lugar expresamente citado por Estrabón, historiador y geógrafo griego que escribe en época de Augusto, el cual sitúa allí el santuario de Phósphoros, llamado también de la Lux Divina, lo que movió al arqueólogo alemán Adolf Schulten y al inglés Jorge Bonsor a realizar allí excavaciones, con la esperanza de localizar la antigua ciudad de Tartessos, pero sin encontrar restos de mayor importancia.
Al roturarse por primera vez, sin embargo, en noviembre de 1958, unos terrenos hasta entonces baldíos, los arados sacaron a la superficie diversas joyas que posiblemente estuvieran hasta entonces enterradas y ocultas en alguna vasija. Parte de ellas se perdieron, aquiridas y fundidas por un joyero. Otras, cerca de un centenar de oro, y numerosas cuentas de collar de cornalina, pudieron ser recuperadas o se hallaron en las excavaciones que se llevaron a cabo en los meses inmediatos.
No todas las joyas que integran el tesoro pueden datarse en la misma fecha. Las más antiguas, como la diadema o las cadenillas con caras humanas, son del siglo VII a.C.
Las joyas del tesoro de Ébora son en su conjunto, y muy especialmente la diadema, de una calidad artística superior a la de las joyas del tesoro de El Carambolo, exceptuando el collar. Aunque el sistema de producción es básicamente el mismo, dos placas soldadas por sus bordes, el sistema decorativo es muy diferente, ya que se realiza en su mayor parte por medio del granulado y la filigrana, que solo tímidamente hacen su aparición en el collar de El Carambolo, y presenta en su composición no solo elementos geométricos y vegetales, sino también animados, zoomorfos en los remates triangulares, con pares de animales flanqueando una pequeña venera, posible símbolo del árbol de la vida, series de SS a manera de liras, y antropomorfos en los colgantes repetidos que rematan la diadema en su parte inferior, en los que destacan unas caras largas, en las que llaman la atención, sobre todo, sus grandes ojos, cuatro con pupilas indicadas y dos sin ellas, como ciegos, que nos hacen recordar a sus ídolos oculados del Período Calcolítico, y ponerlos en relación con los ojos petrificadores de la terrible Gorgona, que el mito griego sitúa en estas tierras del extremo occidente.
Al tesoro pertenecen también dos fragmentos de cadenillas con elementos decorativos muy variados y elocuentes.En la parte superior, el nudo de Hércules, complementado con diversas rosetas troqueladas. En la inferior, el disco solar entre dos crecientes lunares. Por encima, cabezas humanas bifrontes, y por debajo pequeños alveolos vacíos para rellenar con pasta vítrea. Aquéllas se han querido poner en relación, teniendo en cuenta las influencias célticas que parecen llegar hasta la región, y evidenciarse incluso en el nombre de la ciudad, con el ritual de las cabezas cortadas. Las rosetas son el elemento más frecuente entre los temas decorativos orientalizantes. Podrían hacer alusión a la diosa Astarté. El sol y la luna nos hablan de la existencia de cultos astrales, que perdurarán entre los indígenas hasta la llegada de los romanos.
En el escondrijo se hallaban también dos pequeños cilindros iguales, en forma de pequeños tonelitos. No conocemos su función, pero ésta es evidentemente decorativa. Están formados por una fina lámina de metal cerrada sobre sí misma cuya superficie se ha decorado con motivos geométricos dispuestos en fajas o bandas, a base de hilos de filigrana e impresión. En los círculos que los cierran, tanto en la cara superior como en la inferior, lisas, hay pares de anillitas para suspenderlos de otras piezas. También las hay en las paredes laterales.
Del conjunto formaban parte asimismo diversos adornos de cuello. Un collar de cuentas de oro, unas bitroncocónicas, decoradas con granulado, y otras esféricas, caladas. El segundo collar es de cuentas de cornalina. El tercero es una gargantilla constituida por un fino hilo de metal cuyos extremos, vueltos, se engarzan entre sí.
Hay también un par de arracadas gemelas y otros adornos de oreja y nariz de forma amorcillada, todos macizos; y un par de sortijas decoradas con motivos geométricos incisos en los chatones.
Y hay finalmente media docena de bonitos colgantes, dos en forma de pequeñas "bullas", muy sencillos, y tres de mayor riqueza decorativa, en los que el oro alterna con la pasta vítrea que rellenaba sin duda los pequeños alveolos que presenta, como las arracadas y los colgantes de las cadenillas.
El tesoro puede fecharse en su conjunto a fines del siglo VII a.C., al menos la diadema y las cadenillas, pero no todas las joyas son tan antiguas. Algunas no pasarían del s. VI.
Se completa el conjunto del Tesoro de Ébora con una arracada de El Pedroso, a base de elementos soldados, y un bonito anillo del Cabezo de la Esperanza (Huelva), decorado con una roseta en relieve.
Y si al tesoro de El Carambolo lo relacionábamos íntimamente con la Astarté del mismo yacimiento, aquí, con las joyas de Ébora, y aunque no guarde una relación tan estrecha, pues se trata de piezas cuya procedencia no conocemos, presentamos una pareja de dioses, o, mejor dicho, a la pareja de dioses más emblemáticos de todos cuantos los colonizadores trajeron a nuestra tierra. Por un lado, de nuevo, a Astarté; por otro, a Melkart. Eran la pareja de dioses protectores de la ciudad de Tiro, lugar, como hemos dicho, del que procedían la mayor parte de los navegantes fenicios que llegaron a este lado del Mediterráneo.
La imagen de esta Astarté es conocida normalmente como "Bronce Carriazo", por el nombre de su descubridor, que la encontró en un mercadillo de antigüedades de Sevilla. En ella la diosa, vista de frente, surge entre dos patos con las manos en alto, sujetando en ellas sendos triángulos calados, sistros, a un lado y otro de la cabeza, por encima de la cual se juntan las alas extendidas de las aves. Sus cuerpos, mirando en direcciones opuestas, se funden a su vez para formar una especie de barca, cuya quilla queda constituida por una serie de protuberancias perforadas. Por la parte dorsal presenta una gruesa anilla, fundida en la misma pieza.
Es, sin duda, una de las piezas más emblemáticas de todo el período orientalizante tartésico, junto a la Astarté de El Carambolo. Se ha interpretado como la cama lateral de un bocado de caballo, con la representación de la diosa Astarté tocando los sistros y navegando en la barca solar. Cubre su cuerpo con una fina túnica adornada con numerosas flores de loto, abiertas y cerradas, colocadas boca abajo, para que la diosa pueda gozarlas, al mirarlas, en posición natural. Mira al frente con sus grandes ojos almendrados y se peina con la típica melena hathórida, en dos crenchas rematadas en rizos. Su parecido con las cabecitas que adornan con frecuencia los remaches de los aguamaniles rituales que veremos más adelante, no deja lugar a dudas sobre su identidad. La disposición de las plumas de las alas de las aves evidencia, por otra parte, su inspiración oriental. De los apéndices inferiores colgarían seguramente cadenillas con pequeños cascabeles que sonaran al entrechocar entre sí, como es habitual en otros objetos, tanto en la zona tartésica como en la céltica, y que están relacionados con una liturgia de la música y el ruido. El tema de la barca solar formada por dos ánades o cisnes con el disco solar en el centro es muy conocido en colgantes de fíbulas y collares orientalizantes. En el "Bronce Carriazo" el disco solar ha sido sustituido por la imagen de la diosa. Es difícil decir si se trata de un producto importado o realizado en talleres peninsulares por boncistas orientales, aunque parece ser ésta la opinión de la mayoría. No se han encontrado, sin embargo, hasta ahora paralelos para esta pieza.
El Melkart es menos conocido, pero no por ello de menor interés. Podemos incluirlo dentro del grupo de representaciones del llamado "dios que ataca", un dios guerrero, a la carrera, armado de lanza en la mano derecha y escudo en la izquierda, muy popular en las regiones orientales del Mediterráneo a lo largo del último milenio a.C. e incluso con anterioridad.
Nuestra figura es, sin embargo, posterior, como lo indica el que aparezca parcialmente cubierto con la piel del león. Su cabeza es grande, desproporcionada. Sus rasgos, toscos, duros, inexpresivos. Los ojos, grandes, almendrados, pero excesivos, desorbitados, muy lejos de la finura de los de Astarté. Cejas y párpados enormes, desmesurados. La nariz, extremadamente larga, gruesa, asimétrica. Está claro que al toreuta no le importaban los detalles, sino el gesto, la actitud. Quería representar al "dios guerrero", y recoge los atributos del dios oriental y los de Hércules griego, para representar al que los romanos llamarán el Hércules fenicio, cuyo santuario en Cádiz aún tendrán ocasión de conocer pasados los siglos. Es una derivación del antiguo dios Reshef convertido en Melkart, "el señor de la ciudad", y asimilado éste al Hércules griego, el dios que recorre la tierra ayudando a los débiles, y civilizando a los hombres, un dios salvador que había conocido la muerte por fuego, pero que había logrado la resurrección, lo que le había dado el carácter de dios vegetal que muere y nada cada año. También Hércules había muerto abrasado al arrojarse a una hoguera tras ponerse la túnica del centauro Nesos que le había entregado Deyanira. Eran rasgos coincidentes que explican la fácil asimilación de un dios por otro.
El culto a este dios, como el de Astarté, se difundirá por todo el Mediterráneo con los comerciantes fenicios, con los que llegará también al Valle del Guadalquivir. Aquí se levantarán templos en los que recibiría culto, y en los que sería asimismo asimilado a alguna divinidad indígena de fuerte arraigo popular, lo que haría posible su presencia en nuestra tierra a lo largo de más de mil años, posiblemente hasta época del emperador Teodosio, en el templo que se le levantó en Cádiz, que los escritores clásicos denominarán el Herakleion, aunque ellos mismos reconocen que el Hércules de Cádiz no es el griego sino el fenicio, y aseguran que el ritual de este dios en Cádiz es el mismo que el de Tiro. Esta asimilación se habría producido a lo largo del siglo VI a.C.
En cuanto a la última etapa de la Protohistoria, la que media entre los últimos tiempos de Tartessos y los primeros de Roma. Es una etapa mucho menos rica y creativa en todo lo relacionado con la orfebrería. El número de joyas disminuye y su virtuosismo técnico también, aunque todavía tratan de imitarse algunos de los antiguos modos de trabajar orientalizantes, como es el más famoso tesoro de esta época, el de Mairena del Alcor.
Está constituido este tesoro por diversas piezas de oro y plata, en alguna de las cuales se pone de manifiesto la perduración del gusto por las joyas decoradas con granulado, aunque éste ya no está realizado por medio de minúsculos gránulos soldados a la placa base, como en los de El Carambolo y Ébora, sino a base de simple repujado, por medio de un punzón aplicado por el reverso, que dibuja en el anverso el motivo deseado. Sigue el gusto asimismo por los elementos colgantes, que en Ébora eran caras humanas y aquí son bellotas, a las que también es necesario dar un significado simbólico, relacionado quizá con la consideración de la encina como árbol sagrado.
A los influjos orientalizantes podemos añadir ahora los continentales, centroeuropeos, evidentes en la fíbula de tipo La Tène, con resorte a modo de ballesta, y los griegos, helenísticos, presentes en los dos espléndidos brazaletes en forma de serpiente envuelta en espiral y en la copita de plata con asas voladas. El ingrediente indígena lo aporta el magnífico torques de hilos trenzados y los dos vasitos de plata sin asas, decorados en su mitad inferior con diversos motivos geométricos incisos.
Los dos brazaletes serpentiformes hemos de considerarlos productos de importación desde el mundo griego, donde son frecuentes en esta época y están muy difundidos en su área de influencia, incluso en el Norte de Egipto y el Sur de Italia, donde conocemos paralelos exactos, podríamos decir incluso que de un mismo taller, procedentes de ajuares funerarios. A la belleza de los brazaletes entre sí, realzada en su día por la presencia de pasta vítrea en la oquedad de la cola, importante innovación de la orfebrería helenística, hay que añadir su significado simbólico, el que tuvo la serpiente en el mundo antiguo por todo el Mediterráneo, como animal con un doble carácter, protector y perjudicial, símbolo de la realeza entre los egipcios, custodio de los lugares sagrados para los griegos, maldecido por Yahvéh en el Edén, relacionado con el mundo funerario, y con las divinidades del mundo subterráneo, para los etruscos y romanos. La renovación periódica de su piel se interpretó, por otra parte, como símbolo de su capacidad de constante rejuvenecimiento y renovación. No es raro, por ello que la tengamos representada en objetos de adorno personales y rituales de diverso tipo, y así la veremos en las próximas salas en algunos broches de cinturón tartésicos y en la bandeja de bronce de un ajuar funerario.
El torques, perfectamente conservado, es de una extraordinaria belleza y riqueza, y evidencia una gran habilidad técnica en los orfebres que lo realizaron, indudablemente indígenas, pues no se conocen paralelos fuera de la Península. Son 4 gruesos hilos, de 2 mm. de diámetro cada uno, trenzados al aire y fundidos en los extremos para dar lugar a los terminales, rematados en ojales para su sujeción. Podemos considerarlo tanto una joya masculina como femenina, aunque, por el contexto que le acompaña, en Mairena parece haber pertenecido a una mujer.
Al contrario que el resto de las joyas, la diadema está incompleta. Solo conserva uno de los remates triangulares y faltan elementos rectangulares de su cuerpo, cuyo número podemos calcular por el de bellotas que ahora presentamos separadas, pero que en su día formarían parte de ella, colgando de su parte inferior. Las bellotas fueron utilizadas con mucha frecuencia como elementos decorativos en el mundo orientalizante por todo el Mediterráneo, sobre todo en Grecia, donde la encina es un árbol sagrado desde el que con frecuencia habla Zeus.
Completa el tesoro un delicado cinturón en forma de cinta, que aparece partido, un anillo-sello con la representación en hueco de un águila en reposo, y una pulsera, realizada no por medio de soldadura sino al antiguo modo, fundida. Con ellos, un colgante en forma de capsulita cilíndrica, hoy vacía, pero que en su día estaría rellena de pasta vítrea, y una bulla, una pequeña joyita utilizada como amuleto protector entre los etruscos, de donde pasará a los romanos, como tendremos oportunidad de ver en su momento, en la sala XVIII.
Al tesoro de Mairena tenemos que ponerlo en relación con los momentos de intranquilidad política que vivieron los indígenas en la segunda mitad del s. III a.C., con motivo de la guerra en nuestro suelo entre cartagineses y romanos, en la cual, tanto unos como otros les despojaron de sus bienes, lo que les movió con cierta frecuencia a esconderlos, sobre todo las joyas, que unas veces serían después recuperadas y otras no, como en este caso.
Fruto de otro ocultamiento, relacionado éste con las guerras civiles entre romanos que se desarrollarán en nuestro suelo, serán los dos cuencos parabólicos de plata que, cerrado uno sobre otro, encajados por sus bocas, aparecieron el El Castillo de las Guardas, conteniendo en su interior un tesorillo de monedas de plata, 108 denarios de época republicana, que nos ayudarán a situar el escondrijo en la época de Sertorio, a principios del siglo I a.C.
Los ojos recortados en la lámina de plata se han considerado como un exvoto de época ibérica. Aparecieron en Alhonoz (Herrera - Écija), entre los restos de un posible santuario, cuyos ajuares, con una diosa Minerva, podremos ver en la sala X.
Los dos altos candeleros son una reproducción del conjunto que apareció en Lebrija, a orillas del Mar Tartésico, y que se conserva en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid. De plena época tartésica, sirvieron como soportes de luz o incensarios en honor de una divinidad que no conocemos, pero a la que puedo acudirse como protectora de las travesías y garante de las transacciones comerciales, en algún santuario de la antigua Nabrissa, del que nada se ha conservado. En la actualidad, sin embargo, se piensa en la posibilidad de que no fueran candeleros para la divinidad, sino representación simbólica de la divinidad misma, como en el caso de los betilos de El Carambolo y que pudieran tratarse de regalos regios o de la élite indígena involucrada en el negocio comercial a finales del s. VIII o principios del VII a.C.
Textos de:
FERNÁNDEZ GÓMEZ, Fernando y MARTÍN GÓMEZ, Carmen. Museo arqueológico de Sevilla. Guía oficial. Consejería de Cultura, Junta de Andalucía. Sevilla, 2005.
Enlace a la Entrada anterior de Sevilla**:
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