Las primeras 450 entradas de este blog las puedes consultar en el enlace Burguillos Viajero.

jueves, 25 de julio de 2019

2685. SEVILLA** (MLXXVII), capital: 6 de junio de 2018.

7810. SEVILLA, capital. Sarcófago del Prado de San Sebastián, en la sala XXVI del Museo Arqueológico.
7811. SEVILLA, capital. Fragmentos de sarcófagos, en la sala XXVI del Museo Arqueológico.
7812. SEVILLA, capital. Mosaicos sepulcrales en la sala XXVI del Museo Arqueológico.
7813. SEVILLA, capital. Dintel de San Hermenegildo y Sarcófago de plomo en la sala XXVI del Museo Arqueológico.
7814. SEVILLA, capital. Epitafio de Marciana en la sala XXVI del Museo Arqueológico.
7815. SEVILLA, capital. Lápida funeraria de Leoncio en la sala XXVI del Museo Arqueológico.
7816. SEVILLA, capital. Lápida funeraria de Qustricia en la sala XXVI del Museo Arqueológico.
7817. SEVILLA, capital. Fragmento de otra lápida sepulcral de la sala XXVI del Museo Arqueológico.
7818. SEVILLA, capital. Un fragmento más de lápida sepulcral en la sala XXVI del Museo Arqueológico.
7819. SEVILLA, capital. Un último fragmento de lauda sepulcral en la sala XXVI del Museo Arqueológico.
7820. SEVILLA, capital. Placas o ladrillos en la sala XXVI del Museo Arqueológico.
7821. SEVILLA, capital. Vitrina con objetos paleocristianos en la sala XXVI del Museo Arqueológico.
7822. SEVILLA, capital. Capitel y cimacio visigodos en la sala XXVI del Museo Arqueológico.
7823. SEVILLA, capital. Fragmentos de cancel y celosía visigodos en la sala XXVI del Museo Arqueológico.
7824. SEVILLA, capital. Pilastra visigoda en la sala XXVI del Museo Arqueológico.
7825. SEVILLA, capital. Cimacio de la sala XXVI del Museo Arqueológico.
7826. SEVILLA, capital. Campana basilical visigoda en la sala XXVI del Museo Arqueológico.
7827. SEVILLA, capital. Cancel visigodo en la sala XXVI del Museo Arqueológico.
7828. SEVILLA, capital. Placa musulmana en la sala XXVI del Museo Arqueológico.
7829. SEVILLA, capital. Epitafio se Fati Safi en la sala XXVI del Museo Arqueológico.
7830. SEVILLA, capital. Epígrafe de la erección del alminar de una mezquita, en la sala XXVI del Museo Arqueológico.
7831. SEVILLA, capital. Basa de una columna musulmana en la sala XXVI del Museo Arqueológico.
7832. SEVILLA, capital. Capitel musulmán en la sala XXVI del Museo Arqueológico.
7833. SEVILLA, capital. Otro capitel musulmán en la sala XXVI del Museo Arqueológico.
7834. SEVILLA, capital. Fuste de columna con epigrafía musulmana en la sala XXVI del Museo Arqueológico.
SEVILLA** (MLXXVII), capital de la provincia y de la comunidad: 6 de junio de 2018.
Museo arqueológico* - sala XXVI
ANTIGÜEDAD TARDÍA
   La aparición del cristianismo va a suponer un cambio trascendental en la Historia, el Arte y la Cultura de Occidente. Surge dentro del Imperio romano y en él comienza su difusión, dando lugar al nacimiento del arte que llamamos paleocristiano, el cual en muchos aspectos no es más que una rama de la Arqueología romana, imbuida del sentido religioso de la nueva creencia. En un primer momento, cuando los creyentes eran escasos y estaban sometidos a persecución porque sus principios eran contrarios a la religión y política romanas, se vieron forzados a ocultarse y utilizaron símbolos ambiguos para identificarse entre sí, como el pez, el pan o el cordero. Tras el edicto de Milán (313), por el que Constantino I autorizó la práctica del cristianismo, surge una libertad de expresión que se refleja en la cultura y el arte de la sociedad romana, incorporando los artesanos en sus obras imágenes y símbolos de la nueva religión.
   Las primeras manifestaciones del arte cristiano aparecen hacia el año 200 en las catacumbas romanas. Pero solo se intensifican a partir del siglo IV, diferenciándose las escuelas de Oriente y Occidente, que se plasman en el arte bizantino y visigodo.
   En Hispania se implantó el cristianismo a finales del siglo II, según las fuentes literarias. Se introduce por medio de mercaderes, soldados y esclavos que vienen de Roma y de otros puntos del Imperio, especialmente del Norte de África. En las Actas del Concilio de Iliberis (300) se cita ya la presencia de 19 obispos y varios representantes de iglesias de diversos lugares.
   Los primeros datos que tenemos sobre la comunidad cristiana de Sevilla, los hallamos en el Pasionario Hispánico y se refieren a las Santas Justa y Rufina, alfareras del Barrio de Triana, y a su martirio hacia el año 287. Sin embargo, y aunque ya estaría firmemente asentada en algunas zonas la nueva fe, los restos arqueológicos paleocristianos del siglo III que conocemos, son muy escasos. En esta sala se exponen las piezas de mayor interés que conserva el museo de esta época, todas las cuales podemos fechar a lo largo de los siglos IV y V.
   Una muestra de la escultura son los sarcófagos. El que se expone en la sala fue hallado en el Prado de San Sebastián, de Sevilla. Pertenece al grupo de los protocristianos, de principios del siglo IV, y proceden probablemente de Roma. En cada extremo del frontal presenta una escena con un amorcillo sosteniendo una liebre y, a los pies, un cestillo con frutas; en el centro hay una figura femenina vestida con túnica talar y manto que lleva entre las manos un rollo o volumen y, a sus pies, otro cesto de frutas. Estas tres escenas están separadas entre sí por dos paños de estrígilos. Los elementos iconográficos son claramente paganos aunque se les ha dado una interpretación cristiana: la figura femenina puede representar a la Iglesia, y el volumen, los Evangelios; la liebre, la fugacidad de la vida humana, y los frutos, las almas de los difuntos y los bienes eternos. Los genios alados con los cestos aparecen en una pintura del cementerio de Santa Inés, de Roma.
   De época constantiniana también se exhiben dos fragmentos procedentes de Los Palacios e Itálica, respectivamente. El primero es parte del frente de un sarcófago de mármol, columnado. Bajo un arco triangular sostenido por una columna torsa, aparece la parte superior de una escena con tres figuras, que puede referirse a la negación de San Pedro; a continuación, bajo parte de un arco semicircular, una escena que no se puede interpretar por lo reducido de su tamaño. En la enjuta formada por los dos arcos, el profeta Jonás descansando bajo un arbusto con gruesos frutos, quizá una calabacera, después de haber sido devuelto por la ballena. Es éste un motivo muy utilizado en la iconografía cristiana como figura e imagen de la sepultura y resurrección de Jesucristo.
   Del mismo tipo debió ser el fragmento de Itálica. Es de mármol blanco y representa a un personaje, al que faltan la cabeza y las extremidades inferiores, vestido con túnica y manto, en el que envuelve los brazos, formando pliegues muy marcados y profundos; a su lado se conserva parte de otra figura que lleva su mano sobre el hombro de la anterior.
   Ambos fragmentos justifican su fecha, principios del siglo IV, por el estilo de los plegados y el abundante empleo del trépano.
   El uso de estos sarcófagos sólo podrían permitírselo los grandes propietarios de latifundios que se habían convertido al cristianismo, cuyas sepulturas estarían en las necrópolis mezcladas con las de los hispanorromanos que aún permanecían practicando la antigua religión.
   A familias acomodadas debían pertenecer también los mosaicos sepulcrales, procedentes de Itálica, que se exponen en dos paredes de la sala. Las excavaciones allí realizadas dieron a conocer una necrópolis romano-cristiana, así como restos arquitectónicos que, según su excavador, podían pertenecer a una basílica o un martyrium. En la necrópolis se descubrieron numerosas sepulturas paganas y cristianas, algunas de las cuales contenían sarcófagos de plomo con sus tapas decoradas por bandas de roleos, grecas y trenzados. En otras se hallaron además losas ornamentadas con el crismón y el alfa y la omega.
   Dos de las sepulturas estaban cubiertas con mosaicos o laudas sepulcrales. Los dos están incompletos y, por su estilo y decoración, pueden proceder del mismo taller, quizá ubicado en el Norte de África, de donde es propio este tipo de decoración. El primero es el de la niña Antonia Vetia, que aparece representada en él, sentada, vestida con traje talar y sosteniendo una paloma en su regazo. En el resto de la superficie, sobre fondo blanco, flores, un ave con larga cola y la figura de un cuadrúpedo. Al lado de la figura de la niña, una cartela con su nombre y edad, once años, que se lee con mucha dificultad.
   La segunda de estas laudas está dedicada a María Severa. La composición decorativa es muy parecida a la anterior, con flores, peces y pájaros, perdices o palomas, y la cola de un pavo real. Lleva también una inscripción dedicatoria, casi ilegible, pero que debe ser la misma que se puede leer en el panel pintado que se hallaba inmediatamente bajo el mosaico: MARIA SEVERA / VIX (it) ANN(os) XXX MENS(ium) V / DIES VIII: "María Severa, que vivió 30 años, 5 meses y ocho días". La pintura está muy mal conservada, aunque se trata de una pieza excepcional, única en la Península.
   Junto al primero de los mosaicos, como ejemplo de la epigrafía paleocristiana, se expone una inscripción funeraria que procede de una tumba hallada en el barrio de La Corza, de Sevilla, cerca del arroyo Tamarguillo. De piedra gris y forma irregular, puede leerse en ella: "Aurelia Proba, ilustrísima señora, vivió más o menos 65 años. Descansó en paz el día 13 de mayo". Formaba parte de la cubierta de la sepultura de un niño, como material reaprovechado. La difunta era evidentemente de origen romano, Aurelia, pertenecía a una clase social alta, cla (rissima) f (e) m (i)n(a), y era cristiana, como se deduce de la fórmula recessit in pace, propia de las inscripciones funerarias de la Bética, que se continuará usando en época visigoda, y que  ha llegado hasta nuestros días.
   Como ornamentación de paredes o techos de edificios religiosos o de tumbas pudieron emplearse las placas o ladrillos que se encuentran colocadas en una de las paredes de la Sala. Su origen  parece estar también en el Norte de África, pero tienen en Andalucía su máximo desarrollo. La mayor parte de los ejemplares procede de la zona Osuna-Morón donde debió de ubicarse algún taller. Pero llegan incluso hasta La Puebla de los Infantes; de allí proceden unos curiosos ejemplares que parecen haber estado machihembrados. Están trabajados a molde y presentan temas decorativos muy variados: geométricos, vegetales, animales, figurados, peltas, crismones, cráteras, círculos, estrellas y otros, a veces con inscripciones.
   De especial interés entre los que se exponen, son los de Bracarius y Marciano, procedentes de Sevilla y Morón, la crátera flanqueada por columnas y bajo un frontón que cobija el anagrama de Cristo, y la placa con la inscripción: FELIX / OPTATA VIVAS / ISIDORE, realzada por una cartela moldurada y una línea de dientes de lobo en el borde. Completan la colección una plazca que presenta dos caballos afrontados ante una palmera, y otra con una escena de cacería.
   En la vitrina empotrada situada a la izquierda de la sala, se exponen algunos objetos pertenecientes a las artes menores, muy escasos, ya que las tumbas de los primeros cristianos carecen por lo general de ajuar. Por su carácter pagano la iglesia luchó contra esa antigua costumbre hasta su extinción en el Concilio de Braga.
   La pieza más importante es, sin duda, el plato de vidrio, procedente de Los Palacios, decorado con una escena del Nuevo Testamento que se ha identificado como la Transfiguración de Jesús en el Monte Tabor, acompañado por dos apóstoles; los tres visten ropas talares y están situados ante un fondo de paisaje con palmeras. Podría proceder de la zona del Rhin, de talleres de Colonia.
   A un lado y otro del plato se exponen diversos bronces que debieron pertenecer a atalajes de caballos. Uno es un disco calado decorado con el crismón o anagrama de Cristo. Procede de El Coronil. En Lebrija se halló la figura en forma de paloma, con las alas ligeramente desplegadas; pudo formar parte de un epígrafe de piedra, al que iría aplicada, de forma similar a como se ve grabado en una de las inscripciones funerarias de la sala, a ambos lados de la cruz o del anagrama de Cristo.
   Se expone, por último, un anillo de bronce con chatón rectangualar en el que van incisas la X y la P del crismón con el alfa y la omega, primera y última letras del alfabeto griego, símbolo de Cristo como principio y fin de todas las cosas.
   Las lucernas entre los cristianos tuvieron el mismo uso común que en el mundo romano. Pero además se utilizaron en la liturgia de la Iglesia, ya que no perdieron su significado religioso, ligado al simbolismo de la luz y la inmortalidad del alma, por lo que, siguiendo la costumbre romana, se depositaron en las tumbas, de donde proceden en su mayoría.
   En la vitrina pueden verse cuatro ejemplares, dos con cruces en el disco, otra con un cordero y la cuarta con un pavo real andando hacia la derecha. Estos motivos van rodeados por una orla de líneas paralelas inclinadas que recuerdan hojas de palma. Más interesante es, sin embargo, por su mayor rareza, el molde decorado con una cruz latina rodeado de líneas oblicuas y con una especie de palma debajo, que nos ayuda a saber el modo como se realizaban estas lucernas.
   En la misma vitrina figuran unos fragmentos de cerámica procedentes de Mulva y Sevilla, del tipo de la terra sigillata, la cual decoran los alfareros, a partir del siglo IV, con motivos cristianos, principalmente la cruz y el anagrama de Cristo, así como peces, palomas y escenas bíblicas. Aparecen representados sobre todo en grandes platos de color anaranjado, similares a los que hemos visto en la sala XV, cuyo origen parece estar también en el Norte de África.
   El Imperio Romano, a finales del siglo IV, está sumido en una fuerte crisis económica y social que afecta a todas las provincias, también a Hispania, la cual, según la crónica de Hidacio, es un país empobrecido y bajo una intensa presión fiscal. Esta crisis afecta también al estamento militar que deja las fronteras en manos de mercenarios, lo que permite que algunos pueblos germánicos las desborden y penetren en su interior. A la Península llegan el año 409. Son los suevos, vándalos y alanos que se van estableciendo en Gallaecia, Bética, Cartaginense y Lusitania. A causa de estas migraciones el pueblo visigodo -también germánico, practicante de la doctrina arriana- logra establecerse, junto con el ostrogodo, a orillas del mar Negro, donde, mediante pactos, permanecen como feudatorios de Roma durante mucho tiempo. Más tarde se desplazan a Occidente y fundan el reino de Tolosa; desde allí, como tropas federadas, intervienen en Hispania, logrando expulsar a vándalos y alanos. Los suevos, que continúan sus intentos de expansión, son frenados por los visigodos, que van apoderándose de plazas fuertes y controlando las principales vías de comunicación. Derrotados, sin embargo, por los francos en Vouillé el año 507 y desaparecido el reino de Tolosa, penetran en la Península, se asientan en el centro de Castilla y llegan hasta la Bética. Se calcula que en total llegaron unas 200.000 personas.
   Sevilla había sito tomada primero por los vándalos el año 406 y luego por los suevos en el 430, quedando finalmente en poder de los visigodos. El ostrogodo Teudis, antiguo gobernador enviado a Hispania por Teodorico, es elegido rey al morir Amalarico en guerra contra los francos. Se constituye así en el primer rey visigodo de Hispania (539-548). En su lucha por el poder Atanagildo pide ayuda a Justiniano, emperador romano de Oriente. Este, viendo la ocasión propicia para restaurar el Imperio, envía tropas y consigue derrotar al rey visigodo Águila, el cual tiene que retirarse a Mérida, donde es asesinado por sus propios partidarios. Reconocido como rey el año 551, Atanagildo es el iniciador del reino visigodo de Toledo, adonde traslada su corte.
   La consecuencia más importante de todos estos hechos fue que los bizantinos lograron instalarse en un amplio territorio que se extendía desde la costa hasta la línea del Segura-Guadalquivir, por lo que gran parte de la Bética quedó durante 73 años bajo el imperio romano de Oriente, constituyendo la provincia de Spania, hasta que Suintila logre expulsarlos hacia el 623-625. Su dominio influyó, sin embargo, en las costumbres de los visigodos introduciendo, en cierto grado, las modas orientales en el arte de nuestra tierra.
   De este periodo es el ancla de hierro que vemos en la sala. Fue hallado en la Plaza Nueva de Sevilla, en el centro de la ciudad, por donde en su día corrió el río. Corresponde a un tipo claramente bizantino que se expande por todo el Mediterráneo durante los siglos VI y VII.
   Durante el reinado de Leovigildo (571-586). Sevilla vuelve a alcanzar protagonismo con la rebelión de Hermenegildo, hijo del rey. Nombrado por éste Gobernador de la Bética, Hermenegildo se autoproclamó rey y estableció su corte en Sevilla. Pero fue rápidamente vencido, apresado y ajusticiado en Tarragona. Este hecho, que tuvo lugar el año 579, fue considerado por los historiadores como un movimiento secesionista teñido de idealismo, jugando en él un destacado papel la aristocracia hispanorromana y algunos nobles visigodos, unidos a suevos y bizantinos, aliados con el príncipe contra su padre. La insurrección tuvo al mismo tiempo carácter político y religioso, ya que el príncipe se había convertido al catolicismo por influencia de su esposa y de San Leandro, obispo de Sevilla.
   Testimonio de estos hechos es la inscripción grabada en el dintel hallado en Alcalá de Guadaira que se muestra en la sala, debajo del ancla: "En nombre del Señor, en el segundo año del feliz reinado de nuestro señor Hermenegildo, el rey, a quien persigue su padre, nuestro señor el rey Leovigildo. Traído a la ciudad de Sevilla para siempre".
   La rebelión de Hermenegildo demuestra la dificultad con que tropezaba el proyecto de unificación de Hispania que deseaba el rey, apoyado en la doctrina arriana, con unas tradiciones culturales propias, distintas a las del mundo romano, al que pertenecía la mayor parte de la población, la cual evitaba mezclarse con los godos. Las leyes romanas prohibían los matrimonios mixtos, y el Código de Eurico se manifestaba en elmismo sentido. A partir, sin embargo, de la conversión al catolicismo de Recaredo y su corte en el III Concilio de Toledo (589), la fusión entre los dos pueblos se fue haciendo realidad paulatinamente.
   El arte visigodo es el provincial romano modificado por los conceptos e imágenes de la ideología cristiana, que continuaba su expansión, consolidándose en las ciudades y en los grandes latifundios de las zonas rurales, ya que la entrada de los visigodos se limitó a gentes pertenecientes sobre todo al estamento militar, por lo que el arte de los siglos VI y VII es fundamentalmente el hispanorromano influido por las corrientes llegadas del Mediterráneo Oriental, Bizancio, Rávena y el Norte de África.
   Según las fuentes históricas, cuando los árabes entraron en Sevilla hallaron en ella "notables edificios y monumentos". Entre los edificios que se alude, debían estar las tres iglesias de que se tiene noticia: la basílica de Santa Jerusalén, donde se celebraron los concilios del 590 y 619, quizá la actual catedral; la de San Vicente, a la que al parecer fue trasladado San Isidoro antes de morir, y la iglesia u oratorio dedicado a las Santas mártires sevillanas Justa y Rufina, en el llamado Prado de Santa Justa, si hacemos caso a la toponimia.
   También pueden referirse las fuentes al palacio real, que se ha dicho estaría situado por la zona de la actual calle Corral del Rey, de donde proceden algunos de los capiteles expuestos en la sala. La técnica que se emplea en su decoración y en la de todos los elementos escultóricos, es la talla a bisel, en dos cortes o planos muy acusados, que producen un relieve con intenso claroscuro. Los detalles se consiguen mediante incisiones profundas y el uso del trépano.
   Los temas decorativos, con una gran tendencia geometrizante, y poco figurativos, quizá por la tendencia iconoclasta que surgió a partir del Concilio de Elvira, a principios del siglo IV: rosetas de cuatro a seis pétalos, formados por círculos secantes, ruedas de radios curvos, aspas, entorchados y motivos indígenas que aparecen en estelas funerarias hispanorromanas anteriores. Otros son plenamente bizantinos y orientales, como los tallos ondulados que encierran hojas de vid y racimos de uvas, similares a los de las telas coptas, cruces griegas y patadas, animales y flores de lis dentro de círculos. También se inspiran en los mosaicos romaos, de los que toman las peltas, cráteras, trenzas, semicírculos imbricados y figuras zoomorfas, como el caballo y el delfín.
   Los capiteles que están distribuidos por distintos lugares de la sala son de distintos tipos, pero todos proceden del capitel corintio romano. De influencia bizantina son los de acanto espinoso, de tamaño más pequeño que los anteriores, formados por cuatro grandes hojas que se adhieren al cuerpo del capitel, conservando las volutas, con un relieve muy plano. Dos ejemplares proceden de Sevilla y otro de Valencina de la Concepción. Algunos de muy pequeño tamaño debieron rematar columnitas de ventanas o canceles. Proceden de Écija, Brenes y Sevilla.
   Elementos característicos de la escultura arquitectónica visigoda son los cimacios. Aparecen por primera vez en Constantinopla a comienzos del siglo V, y de allí pasan al resto del Mediterráneo. En Hispania se ornamentan en los siglos VI y VII con motivos visigodos. De los que se exponen, unos iban sobre columnas exentas, como el que se halla a la entrada a la sala, decorado en cada una de sus caras con motivos zoomorfos, rostros esquemáticos y estrellas, de ascendencia bizantina, y otros adosados, como el de La Luisiana, un cimacio-imposta que sólo tiene decoradas tres de sus lados, con cruces patadas y motivos geométricos y vegetales; el cuarto es liso, para empotrarlo en el muro. Debió ir sobre una columna, soportando el arco de una puerta.
   Forma de cimacio exento de gran tamaño tiene un ejemplar hallado en Coria del Río, decorado con rosetas de círculos secantes, pero hay que considerarlo más bien como cubierta de una tumba, similar a la que se conserva en la Biblioteca Colombia de la Catedral de Sevilla.
   Preparada para embutirla en un muro está también la quicialera que procede de la puerta del Perdón de la Catedral de Sevilla, interesante por no ser corriente en la arqueología visigoda y por considerarse un precedente de los modillones de rollos árabes.
   Elemento arquitectónico es asimismo la pieza calada, cuadrada, adosada a la pared. Su finalidad no está, sin embargo, clara, ya que lo mismo podría haber servido como husillo, para permitir la evacuación del agua, que como celosía, para facilitar el paso de la luz en algún ambiente oscuro. De ambos usos se conocen paralelos.
   Dentro de los restos arquitectónicos que se exponen en esta sala, mencionaremos por último dos fragmentos de placas de revestimiento de piedra caliza, decorados con pavos reales y rosetas, quizás de un friso, que se hallaron en Estepa.
   Entre las piezas de escultura citaremos en primer lugar las que están en relación con la Iglesia y la liturgia. Y comenzaremos con la cruz patada, con los extremos de los brazos cóncavos, que hay en una de las paredes de la sala. De mármol blanco con vetas grises; va rodeada con una láurea esquemática y en su parte inferior tiene un pie que serviría para encajarla en el caballete del tejado.
   Pieza importante es el tenante de altar, de procedencia incierta, que se alza exento en el centro de la sala. Está decorado con los típicos temas visigodos, rosetas, cruces patadas, ruedas de radios curvos y espinas de pez o espigas, combinados con otros motivos geométricos de líneas formando rombos. Es semejante a otro ejemplar de la mezquita de Córdoba, por lo que pudo haber sido realizado en algún taller de aquella zona.
   Para las abluciones pudo servir la pequeña pila de mármol decorada en los lados largos con una cruz de brazos iguales entre dos peces afrontados, y en los cortos con un motivo vegetal de volutas. Tiene un ancho reborde ornamentado con una trenza y roseta central en una parte y en la otra con un motivo de espiga y otra roseta.
   Los canceles en las iglesias visigodas tienen una significación litúrgica importante, ya que su función era ocultar parcialmente la ceremonia que oficiaba el sacerdote a los ojos de los asistentes, y separaba el presbiterio del resto de la iglesia. Podían ser de metal, madera o piedra. De mármol son las que encontramos en la sala. Dos son placas decoradas con semicírculos imbricados, tallos y hojas de vid, motivo muy relacionado con la Eucaristía; una de ellas, decorada también con círculos imbricados, está tallada sobre una inscripción paleocristiana anterior. Elemento de cancel es asimismo la barra ornamentada con un roleo cuyos tallos rematan en hojas y racimos de vid, seguidos por una flor de pétalos apuntados con un botón central. En los laterales lleva profundas acanaladuras en las que encajarían las placas correspondientes, como la calada, con motivos romboidales, que se expone junto a ella, o las que hemos visto anteriormente.
   Además de la inscripción en honor de Hermenegildo, el Museo conserva diversos epígrafes de carácter funerario. Guardan las mismas fórmulas y símbolos que los paleocristianos; la escritura es la capital romana, con aproximación a la cuadrada, en unos casos, y a la rústica o actuaria en otros. Pero en todos vemos que ha desaparecido ya la invocación de entrada a los dioses manes, D·M·S·, y el S (it) T (ibi) T (erra) L (evis) del final se ha sustituido por el recessit in pace. De los tria nomina a su vez no queda más que el praenomen seguido de la confesión del difunto como famulus Dei, siervo de Dios. Aparecen también ahora por primera vez las fechas en años, a continuación de la palabra Era, una era hispánica cuyo inicio se fija 38 años antes del nacimiento de Cristo.
   En la sala están expuestas las inscripciones de Octavius, hallada cerca de Sevilla; la del obispo Salustio, de Gines; la de Lucinus, de Sevilla; la de Eusebia, de Aznalcázar, todas de siglo VI, y la de Marciana, de Castilleja de Talhara, del VII, lo mismo que la de Écija que se halla sobre la vitrina empotrada, una inscripción de la que se ha borrado intencionadamente el nombre del difunto, quizá con el fin de reaprovecharla para otro. Algunas van adornadas con símbolos cristianos grabados, crismones, cruces, palomas o laureas.
   En la vitrina exenta se exponen ajuares de diversas necrópolis visigodas, de Gerena, Pedrera, Puebla de Cazalla, El Tamarguillo, Écija y Castilleja de Talhara (Aznalcázar); y en la empotrada inmediata, objetos de uso personal procedentes de hallazgos sueltos: hebillas y broches de cinturón, anillos, pendientes y otros objetos.
   Las necrópolis son una valiosa fuente de información sobre diversos aspectos de la vida visigoda; posición social, sexo y edad de los enterrados, pueden deducirse de la forma de las tumbas y de la riqueza o pobreza de los ajuares. Las que han aparecido en la provincia de Sevilla son por lo general de ajuares pobres.
   El rito practicado es la inhumación, con sepulturas hechas de ladrillo, lajas de piedra y materiales aprovechados de otros yacimientos, y están orientadas hacia el Oeste, según la norma cristiana que se generaliza a partir del siglo IV. En muchos casos se colocaba junto a la cabeza del difunto una vasija de cerámica como ofrenda funeraria. La forma más frecuente es la de jarro con uno o dos asas y tipos muy variados, alguno de gran belleza a pesar de su sencillez, como el que se muestra en la vitrina junto al jarro de bronce.
   Este último es de un tipo muy extendido por todo el Mediterráneo, y tiene su núcleo de dispersión probablemente en Italia,desde donde penetran en la Península en el siglo IV, continuándose su fabricación después de la invasión árabe. El de la vitrina pertenece al siglo VII. Su cuerpo es ovoide, con el cuello y el pie troncocónicos. En la parte inferior del cuerpo lleva una decoración de roleos terminados en hojas, y en la superior, una banda de cordones. Su origen es copto, llegado a través de Italia, y su decoración parece inspirada en tejidos bizantinos. Hombres y mujeres se enterraban con sus objetos de adorno personal, que suele aparecer en las tumbas en los lugares correspondientes a la parte del cuerpo donde iban colocados.
   Los visigodos adoptaron la forma de vestir de los hispanorromanos, con algunos rasgos germanos. San Isidoro, en sus Etimologías, detalla la indumetaria y objetos de uso personal que se usaban en su época: zarcillos, bullas, anillos, etc. Los objetos de este tipo hallados en las tumbas de la Bética no tienen, sin embargo, carácter visigodo; su estilo es de tradición romana, con influencias a veces bizantinas. Destacan entre ellas unas placas de cinturón de perfil liriforme, hechas de bronce fundido y decoradas a buril con roleos, racimos de uva, ruedas solares y representaciones esquemáticas de cabezas de ave. La decoración está compartimentada unas veces por medio de sogueados; en otras, el campo decorado es único.
   Los anillos eran objetos de prestigio que se usaban desde época prerromana. Para los romanos veíamos que eran signo de distinción social, y en las culturas paleocristiana y visigoda continúan teniendo ese mismo carácter. Los adoptan incluso los eclesiásticos, siendo un símbolo distintivo de los obispos. Los más corrientes son de bronce y lleva un chatón ornamentado con motivos geométricos, cruces, inscripciones y figuras humanas o zoomorfas muy esquemáticas; otros tienen forma de cintillo con sogueados y espirales. Los de mayor interés son los signatarios, utilizados para autentificar documentos o sellar precintos.
   En las tumbas femeninas suelen aparecer pendientes o zarcillos, normalmente de bronce; los más frecuentes son de forma ligeramente amorcillada, con un extremo apuntado y el otro engrosado con una serie de molduras, como los que se muestran en la vitrina.
   Como un capítulo de las artes menores puede considerarse la numismática. Las acuñaciones de los primeros reyes imitan las de los emperadores bizantinos, con los bustos de perfil; aunque su arte es más esquemático, reflejan en los atuendos la grandeza regia. Después los bustos aparecen de frente, en el anverso, y en el reverso la cruz sobre gradas o el busto del príncipe. A lo largo del siglo VII las efigies van perdiendo realismo, hasta acabar viéndose sólo los trazos radiados de las cabelleras y la forma redondeada de la corona.
   La historia religiosa de los visigodos arrianos, nos es casi desconocida, pero a partir de su conversión al catolicismo a finales del siglo VI, en el III Concilio de Toledo, las Actas de los Concilios y Sínodos son una rica fuente de datos para conocer la historia de la Iglesia en España. Alcanzó su apogeo en el siglo VII, con una liturgia con ritos propios que San Isidoro contribuyó a configurar y que se fijan a partir del IV Conciliio de Toledo (633). Será la practicada años más tarde por los mozárabes.
   Hispania estuvo dividida en seis provincias eclesiásticas. En la de la Bética, Sevilla era la sede metropolitana, y en ella se celebrraron dos concilios, los años 590 y 619. Los concilios eran asambleas político-religiosas, que gobernaban la nación en todos los aspectos. Esta intensa relación entre el poder civil y la Iglesia explica que los reyes y magnates practicaran la costumbre bizantina de hacer ofrendas votivas, aceptando que recibían su poder de Dios. Este es el sentido que tendrían los tesoros de Guarrazar y de Torredonjimeno, que debieron ocultarse al tenerse noticias de la invasión musulmana.
   En la vitrina se expone una reproducción del segundo, cuyo original se encuentra en el Museo Arqueológico de Barcelona. Corresponde al tesoro de la iglesia de Santas Justa y Rufina, de Sevilla, como se ve por la inscripción de una de las cruces que dice que Truitila, un noble desconocido, la ofrece a las Santas, así como por las letras, RVF, que penden de unos colgantes. En ellas destaca su bizantinismo por la técnica del repujado calado, aplicación de cabujones para la pedrería y perlas y el empleo del esmalte por el sistema del alveolado.
   El papel de la Iglesia en este período histórico fue muy importante en el aspecto cultural, ya que los eclesiásticos fueron los encargados de proporcionar la instrucción a los jóvenes de la época en las escuelas episcopales y monacales. Destacó la de Sevilla, fundada por San Leandro, y alcanzó su mayor esplendor con San Isidoro. El arzobispo de Sevilla fue una figura eminente en todos los campos del saber del momento. Incluso en el político, como consejero de los reyes Gundemaro, Sisebuto, Suintila y Sisenando. Sobresalió asimismo en los Concilios II de Sevilla (619) y IV de Toledo (633). La obra que ha dejado versa sobre los temas más variados, basándose tanto en las fuentes contemporáneas o próximas a su época, como en los escritos griegos y latinos, de los cuales fue su valioso transmisor.   
Textos de:
FERNÁNDEZ GÓMEZ, Fernando y MARTÍN GÓMEZ, Carmen. Museo arqueológico de Sevilla. Guía oficial. Consejería de Cultura, Junta de Andalucía. Sevilla, 2005.

Enlace a la Entrada anterior de Sevilla**:

No hay comentarios:

Publicar un comentario