337. CÓRDOBA, capital. Sepulcro del cardenal Salazar y Gutiérrez de Toledo en la cap. del Cardenal de la Mezquita-Catedral. |
338. CÓRDOBA, capital. Custodia procesional en la cap. del Cardenal de la Mezquita-Catedral. |
339. CÓRDOBA, capital. Cruz procesional del Tesoro de la Mezquita-Catedral. |
340. CÓRDOBA, capital. Una de las salas del Tesoro de la Mezquita-Catedral. |
341. CÓRDOBA, capital. Retablo de la Virgen del Rosario en la Mezquita-Catedral. |
342. CÓRDOBA, capital. San Cristóbal, en la Mezquita-Catedral. |
343. CÓRDOBA, capital. Vista del retablo mayor, cúpula y crucero de la Mezquita-Catedral. |
344. CÓRDOBA, capital. Bóveda y cúpula de la Mezquita-Catedral. |
345. CÓRDOBA, capital. Coro de la Mezquita-Catedral. |
346. CÓRDOBA, capital. Detalle del Coro de la Mezquita-Catedral. |
347. CÓRDOBA, capital. Cúpula del crucero de la Mezquita-Catedral. |
348. CÓRDOBA, capital. Retablo mayor de la Mezquita-Catedral. |
349. CÓRDOBA, capital. Uno de los púlpitos de la Mezquita-Catedral. |
CÓRDOBA** (LXV), capital de la provincia: 28 de junio de 2015.
Capilla del Cardenal. Junto al mihrab, hacia el este, se abre la capilla del Cardenal, denominada también de Santa Teresa. Esta capilla fue concebida por el cardenal y obispo de Córdoba don Pedro de Salazar y Gutiérrez de Toledo, para sacristía de la Catedral, capilla en honor de Santa Teresa y panteón para él y sus familiares. Las obras, dirigidas por el arquitecto lucentino Francisco Hurtado Izquierdo, concluyeron en 1703. El recinto tiene planta octogonal y se cubre con cúpula de gallones apoyada en un tambor con grandes ventanales que llenan de luz la capilla. Abundantes yeserías con motivos vegetales decoran los gallones y el tambor. La mismas que decoran las pilastras sobre las que apean los ocho arcos de medio punto que se abren en los muros. Entre estos arcos y sobre repisas figuran ocho magníficas imágenes de santos tallados por José de Mora a principios del siglo XVIII. Se trata de Ramón Nonato, Agustín, Francisco de Asís, Bernardo, Pedro Nolasco, Domingo, Antonio de Padua y Francisco de Sales.
Frente a la puerta se alza un altar con un retablo neoclásico en el que figura una delicada imagen de Santa Teresa. Es también obra de José de Mora, de hacia 1705, y, junto a la perfección del rostro, es de admirar el cuidadísimo tratamiento de los ropajes, de una finura sumamente expresiva. En la capilla hay además tres cuadros de Antonio Acisclo Palomino que representan tres hechos de la historia cristiana de Córdoba: El martirio de San Acisclo y Santa Victoria; la Aparición de San Rafael al padre Roelas y la Rendición de la ciudad a San Fernando. Encima de las puertas laterales, cuelgan una Asunción y una Concepción, buenas pinturas de procedencia granadina. El sepulcro del cardenal se encuentra a la derecha de la entrada. Don Pedro de Salazar aparece en él de rodillas y orante, tallado en mármol blanco bajo un dosel soportado por un grupo de angelitos y sobre una caja de mármol negro veteado y moldurado que sostienen seis leones postrados. La obra fue realizada por Teodosio Sánchez de Rueda entre 1709 y 1710, siguiendo el diseño de Hurtado Izquierdo.
En el centro de la estancia reposa una monumental Custodia procesional. Se trata de la famosa que labrara el orífice alemán Enrique de Arfe entre 1514 y 1518. Es una obra gótica, magistral, hecha de plata, oro y plata dorada, con incontables motivos ornamentales llenos de gracia, de sutileza, de armonía. Su planta es octogonal y su concepción arquitectónica, con forma de esbelta torre flamígera con el ostensorio en el centro y una infatigable sucesión ascendente de figuras y escenas religiosas. En la actualidad, esta custodia, una de las mejores de España, si no la mejor, se encuentra sobre un basamento barroco tallado en 1735 por el platero cordobés Bernabé García de los Reyes. Forma parte del tesoro de la Catedral, que se encuentra en una dependencia anexa y que conserva una valiosa colección de platería cordobesa cuya cronología abarca del siglo XIII al XIX.
De entre las capillas situadas en la ampliación de la Mezquita realizada en tiempos de Almanzor (944-1002), podemos mencionar la capilla de Nuestra Señora del Rosario, fundada en 1612; tiene en el retablo frontero unas excelentes pinturas atribuidas a Antonio del Castillo.
La Catedral cristiana
Historia
Para unos la ambición y el afán de grandeza y para otros la fe hicieron que el obispo Alonso Manrique sufriera una gran decepción cuando, al tomar posesión de su sede de Córdoba en 1516, descubrió que la catedral era un templo mahometano, grande, pero nada alto, en el que, aparte capillas, había embutida una simple nave gótica. Él, que había vivido en Bruselas y en Amberes y conocía sus imponentes catedrales góticas no podía soportar la, a sus ojos, ridiculez cordobesa. Durante mucho tiempo rumió la idea de levantar un templo adecuado al honor de Dios y a la importancia de la ciudad, un templo que representara el triunfo de la Iglesia sobre sus enemigos. Imaginaba torres, pináculos, arbotantes. Imaginaba alturas que insuflaban el vértigo y el temor del Todopoderoso. Por fin, una noche de insomnio, quizás especialmente calurosa, cayó en la cuenta de que el mejor modo de plasmar sus anhelos era construir el edificio que soñaba dentro de la propia edificación islámica. ¡Qué maravilla y qué gloria silenciar la voz ya lejana del infiel, pero todavía presente en los aires de Córdoba, en su propio recinto, al tiempo que se ponía de manifiesto el esplendor del Dios verdadero! ¡Sí, qué maravilla y qué gloria!
El obispo Manrique tuvo que bregar con el Cabildo y con el pueblo de Córdoba, ambos mayoritariamente contrarios a aquel atentado, tuvo que bregar con las altas instancias religiosas, con los poderes institucionales, con la Corte. Fueron años duros para su Eminencia. Pero, por fin, un día, llegó la aprobación del Emperador Carlos y ya nadie pudo seguir oponiéndose al proyecto. Las obras comenzaron de inmediato, en 1523, bajo la dirección de Hernán Ruiz I, también llamado el Viejo, pero el obispo no pudo verlas concluidas, pues se prolongaron durante más de dos siglos. Hay que decir, sin embargo, que pese a lo descabellado de la propuesta episcopal, es más que posible que la Mezquita no hubiera pervivido en el tiempo de no haberse producido la intervención cristiana. A pesar de su grandiosidad, la Mezquita era sólo un templo mahometano y, cerrado al culto y teniendo en cuenta la decadencia que se había adueñado de la ciudad, no es difícil imaginar cuánto tiempo se hubiera mantenido en pie.
Visita
La Catedral cristiana por sí sola es también fascinante. En el lugar en que está, imbricada en el templo musulmán, aproximadamente en el centro de la construcción, constituye un milagro artístico de los que sólo de tarde en tarde se producen. Hernán Ruiz I proyectó una planta de cruz latina que había de contar con capilla mayor, crucero, nave longitudinal para el coro y nártex a los pies.
El crucero. De ejecución personal suya es el crucero, por donde comenzó la obra, en el que los testeros de los brazos arrancan y apoyan maravillosamente en las arcadas islámicas mediante arcos de medio punto ciegos, decorados con arquitos ojivales y motivos góticos. En cada uno de los muros de cerramiento de dichos brazos abren dos arcos de medio punto separados por una columna sobre la que se alzan sendas imágenes muy goticistas: San Sebastián, en el norte, y San Jorge, en el sur. Las zonas altas de estos muros son ya de Hernán Ruiz II. Las bóvedas de ambos brazos parten de ménsulas con decoración gótica y plateresca y son de crucería estrellada, con múltiples nervios que forman una hermosísima retícula. El centro del crucero se cubre con una cúpula oval, de vertiginosa altura, levantada por Juan de Ochoa a fines del siglo XVI. Descansa sobre pechinas ornadas con figuras de los cuatro Evangelistas sostenidas por atlantes. Se divide, además, en dieciséis cascos compartimentados en recuadros con relieves de los Padres de la Iglesia. Los arcos torales resultan imponentes. Aparte de su elevación y fortaleza, tienen molduras de finas labores, entre ellas de cordón, y motivos vegetales y heráldicos.
La capilla Mayor o presbiterio, se sitúa a una cota superior a la del pavimento, salvada por siete escalones. Sus muros norte y sur presentan arcos de medio punto sobre los que aparece un arquitrabe y arquillos entre columnas que forman hornacinas. Por encima figura un entablamento y, sobre éste, un cuerpo con tres vanos, de los cuales el central es una ventana con vidriera, en tanto los de los lados acogen cuadros de hacia 1675 sobre la vida de San Fernando, obra de Antonio García Reinosa. En el muro de la Epístola, entre los mencionados arcos, se descubre un templete de jaspe con la estatua orante del obispo Diego Mardones, que reservó este lugar para su sepultura. La bóveda de este espacio es semejante a las que cubren los brazos del crucero, pero muchísimo más compleja. De portentosa factura, aparece toda cubierta con decoración a base de medallones. motivos vegetales y bustos de santos.
Destaca en la capilla Mayor el fastuoso retablo diseñado por el jesuita Matías Alonso, arquitecto y escultor. Constituye un espléndido ejemplo del final del manierismo y el comienzo del barroco. Se realizó entre 1618 y 1628, pero su terminación corresponde a Juan de Aranda Salazar. Todas las imágenes salieron de las manos de Pedro Fraile de Guevara, ayudado en la labor por Matías Conrado y Juan Porras. Las pinturas son del cordobés Antonio Acisclo Palomino. El retablo es una imponente máquina en la que lo arquitectónico predomina por encima de cualquier otro concepto artístico. Su materia es el mármol rojo procedente de la cantera de Cabra y consta de banco, cuerpo y ático, este último resuelto de modo sublime. En la calle central del cuerpo se encuentra el tabernáculo o manifestador. Consiste en un templete de excelente factura y, aunque el diseño es del propio Matías, fue terminado por Sebastián Vidal en 1653. Es de mármol negro, blanco y veteado y se divide en dos cuerpos, el primero rectangular y el segundo, cilíndrico, rematado en cúpula con linterna. Las calles laterales lucen cuadros a Santa Victoria y a San Acisclo.
Los púlpitos. A un lado y a otro del acceso al presbiterio se sitúan sendos púlpitos. Ambos fueron ejecutados por el marsellés Juan Miguel Verdiguier, en el estilo entre formalista y barroco que le caracteriza. Ambos tienen el basamento de distintos colores y el cuerpo y el tornavoz, de caoba americana. La talla a base de relieves y adornos florales de estos últimos es prodigiosa. El de la Epístola presenta un ángel y un león, símbolos de los evangelistas Mateo y Marcos; el del Evangelio, el águila y el toro, símbolos de Juan y de Lucas.
El coro. La nave del coro es, como toda la obra, igualmente plural, y el autor de los muros hasta la cornisa es el primero de los Hernán Ruiz. En dichos muros abren tres arcos formeros góticos, apuntados, abocinados y enmarcados por un alfiz. Entre ellos se localizan esculturas góticas sobre pedestal con doseles. El espacio resulta grandioso y acentúa aún más esta impresión la bóveda, obra de Juan de Ochoa, ayudado por Francisco Gutiérrez. El ánimo se dilata ante una riqueza ornamental y arquitectónica tan fastuosa. La bóveda es de medio cañón con lunetos y toda ella se encuentra profusamente decorada. A lo largo del eje longitudinal lleva una banda ornada con relieves y recuadros, en cuyo centro se ve a la Virgen de la Asunción, entre otros personajes de la Historia Sagrada. En los espacios de separación de los lunetos, niños traviesos sostienen medallones con distinta decoración. Suntuosos ventanales se abren en los lunetos. Sobre ellos hay toda una colección de ángeles músicos.
La sillería. Llama poderosísimamente la atención en esta zona del templo la sillería que la circunda, ocupada por el cabildo catedralicio durante las funciones religiosas. Es obra de perfección angelical ejecutada por el sevillano Pedro Duque Cornejo entre 1748 y 1758. Considerada como la última de las grandes sillerías barrocas de España, está labrada en caoba de las Antillas y costó la suma de 900.000 reales. Se distribuye en dos filas de asientos a cada lado de la nave, cerrándose en el frente con el trono episcopal y las puertas de acceso. La labor de talla es portentosa. El trono está coronado por un elevado frontis y se compone de tres asientos: el del obispo y los de las dos primeras dignidades eclesiásticas. Las sillas llevan varias series de medallones con escenas de la vida de Jesús, de la Virgen, del Antiguo Testamento y de mártires cordobeses. El presbiterio está separado del crucero mediante una magnífica reja de bronce fundida en Lucena por Antonio García, en 1759.
Frente a la puerta se alza un altar con un retablo neoclásico en el que figura una delicada imagen de Santa Teresa. Es también obra de José de Mora, de hacia 1705, y, junto a la perfección del rostro, es de admirar el cuidadísimo tratamiento de los ropajes, de una finura sumamente expresiva. En la capilla hay además tres cuadros de Antonio Acisclo Palomino que representan tres hechos de la historia cristiana de Córdoba: El martirio de San Acisclo y Santa Victoria; la Aparición de San Rafael al padre Roelas y la Rendición de la ciudad a San Fernando. Encima de las puertas laterales, cuelgan una Asunción y una Concepción, buenas pinturas de procedencia granadina. El sepulcro del cardenal se encuentra a la derecha de la entrada. Don Pedro de Salazar aparece en él de rodillas y orante, tallado en mármol blanco bajo un dosel soportado por un grupo de angelitos y sobre una caja de mármol negro veteado y moldurado que sostienen seis leones postrados. La obra fue realizada por Teodosio Sánchez de Rueda entre 1709 y 1710, siguiendo el diseño de Hurtado Izquierdo.
En el centro de la estancia reposa una monumental Custodia procesional. Se trata de la famosa que labrara el orífice alemán Enrique de Arfe entre 1514 y 1518. Es una obra gótica, magistral, hecha de plata, oro y plata dorada, con incontables motivos ornamentales llenos de gracia, de sutileza, de armonía. Su planta es octogonal y su concepción arquitectónica, con forma de esbelta torre flamígera con el ostensorio en el centro y una infatigable sucesión ascendente de figuras y escenas religiosas. En la actualidad, esta custodia, una de las mejores de España, si no la mejor, se encuentra sobre un basamento barroco tallado en 1735 por el platero cordobés Bernabé García de los Reyes. Forma parte del tesoro de la Catedral, que se encuentra en una dependencia anexa y que conserva una valiosa colección de platería cordobesa cuya cronología abarca del siglo XIII al XIX.
De entre las capillas situadas en la ampliación de la Mezquita realizada en tiempos de Almanzor (944-1002), podemos mencionar la capilla de Nuestra Señora del Rosario, fundada en 1612; tiene en el retablo frontero unas excelentes pinturas atribuidas a Antonio del Castillo.
La Catedral cristiana
Historia
Para unos la ambición y el afán de grandeza y para otros la fe hicieron que el obispo Alonso Manrique sufriera una gran decepción cuando, al tomar posesión de su sede de Córdoba en 1516, descubrió que la catedral era un templo mahometano, grande, pero nada alto, en el que, aparte capillas, había embutida una simple nave gótica. Él, que había vivido en Bruselas y en Amberes y conocía sus imponentes catedrales góticas no podía soportar la, a sus ojos, ridiculez cordobesa. Durante mucho tiempo rumió la idea de levantar un templo adecuado al honor de Dios y a la importancia de la ciudad, un templo que representara el triunfo de la Iglesia sobre sus enemigos. Imaginaba torres, pináculos, arbotantes. Imaginaba alturas que insuflaban el vértigo y el temor del Todopoderoso. Por fin, una noche de insomnio, quizás especialmente calurosa, cayó en la cuenta de que el mejor modo de plasmar sus anhelos era construir el edificio que soñaba dentro de la propia edificación islámica. ¡Qué maravilla y qué gloria silenciar la voz ya lejana del infiel, pero todavía presente en los aires de Córdoba, en su propio recinto, al tiempo que se ponía de manifiesto el esplendor del Dios verdadero! ¡Sí, qué maravilla y qué gloria!
El obispo Manrique tuvo que bregar con el Cabildo y con el pueblo de Córdoba, ambos mayoritariamente contrarios a aquel atentado, tuvo que bregar con las altas instancias religiosas, con los poderes institucionales, con la Corte. Fueron años duros para su Eminencia. Pero, por fin, un día, llegó la aprobación del Emperador Carlos y ya nadie pudo seguir oponiéndose al proyecto. Las obras comenzaron de inmediato, en 1523, bajo la dirección de Hernán Ruiz I, también llamado el Viejo, pero el obispo no pudo verlas concluidas, pues se prolongaron durante más de dos siglos. Hay que decir, sin embargo, que pese a lo descabellado de la propuesta episcopal, es más que posible que la Mezquita no hubiera pervivido en el tiempo de no haberse producido la intervención cristiana. A pesar de su grandiosidad, la Mezquita era sólo un templo mahometano y, cerrado al culto y teniendo en cuenta la decadencia que se había adueñado de la ciudad, no es difícil imaginar cuánto tiempo se hubiera mantenido en pie.
Visita
La Catedral cristiana por sí sola es también fascinante. En el lugar en que está, imbricada en el templo musulmán, aproximadamente en el centro de la construcción, constituye un milagro artístico de los que sólo de tarde en tarde se producen. Hernán Ruiz I proyectó una planta de cruz latina que había de contar con capilla mayor, crucero, nave longitudinal para el coro y nártex a los pies.
El crucero. De ejecución personal suya es el crucero, por donde comenzó la obra, en el que los testeros de los brazos arrancan y apoyan maravillosamente en las arcadas islámicas mediante arcos de medio punto ciegos, decorados con arquitos ojivales y motivos góticos. En cada uno de los muros de cerramiento de dichos brazos abren dos arcos de medio punto separados por una columna sobre la que se alzan sendas imágenes muy goticistas: San Sebastián, en el norte, y San Jorge, en el sur. Las zonas altas de estos muros son ya de Hernán Ruiz II. Las bóvedas de ambos brazos parten de ménsulas con decoración gótica y plateresca y son de crucería estrellada, con múltiples nervios que forman una hermosísima retícula. El centro del crucero se cubre con una cúpula oval, de vertiginosa altura, levantada por Juan de Ochoa a fines del siglo XVI. Descansa sobre pechinas ornadas con figuras de los cuatro Evangelistas sostenidas por atlantes. Se divide, además, en dieciséis cascos compartimentados en recuadros con relieves de los Padres de la Iglesia. Los arcos torales resultan imponentes. Aparte de su elevación y fortaleza, tienen molduras de finas labores, entre ellas de cordón, y motivos vegetales y heráldicos.
La capilla Mayor o presbiterio, se sitúa a una cota superior a la del pavimento, salvada por siete escalones. Sus muros norte y sur presentan arcos de medio punto sobre los que aparece un arquitrabe y arquillos entre columnas que forman hornacinas. Por encima figura un entablamento y, sobre éste, un cuerpo con tres vanos, de los cuales el central es una ventana con vidriera, en tanto los de los lados acogen cuadros de hacia 1675 sobre la vida de San Fernando, obra de Antonio García Reinosa. En el muro de la Epístola, entre los mencionados arcos, se descubre un templete de jaspe con la estatua orante del obispo Diego Mardones, que reservó este lugar para su sepultura. La bóveda de este espacio es semejante a las que cubren los brazos del crucero, pero muchísimo más compleja. De portentosa factura, aparece toda cubierta con decoración a base de medallones. motivos vegetales y bustos de santos.
Destaca en la capilla Mayor el fastuoso retablo diseñado por el jesuita Matías Alonso, arquitecto y escultor. Constituye un espléndido ejemplo del final del manierismo y el comienzo del barroco. Se realizó entre 1618 y 1628, pero su terminación corresponde a Juan de Aranda Salazar. Todas las imágenes salieron de las manos de Pedro Fraile de Guevara, ayudado en la labor por Matías Conrado y Juan Porras. Las pinturas son del cordobés Antonio Acisclo Palomino. El retablo es una imponente máquina en la que lo arquitectónico predomina por encima de cualquier otro concepto artístico. Su materia es el mármol rojo procedente de la cantera de Cabra y consta de banco, cuerpo y ático, este último resuelto de modo sublime. En la calle central del cuerpo se encuentra el tabernáculo o manifestador. Consiste en un templete de excelente factura y, aunque el diseño es del propio Matías, fue terminado por Sebastián Vidal en 1653. Es de mármol negro, blanco y veteado y se divide en dos cuerpos, el primero rectangular y el segundo, cilíndrico, rematado en cúpula con linterna. Las calles laterales lucen cuadros a Santa Victoria y a San Acisclo.
Los púlpitos. A un lado y a otro del acceso al presbiterio se sitúan sendos púlpitos. Ambos fueron ejecutados por el marsellés Juan Miguel Verdiguier, en el estilo entre formalista y barroco que le caracteriza. Ambos tienen el basamento de distintos colores y el cuerpo y el tornavoz, de caoba americana. La talla a base de relieves y adornos florales de estos últimos es prodigiosa. El de la Epístola presenta un ángel y un león, símbolos de los evangelistas Mateo y Marcos; el del Evangelio, el águila y el toro, símbolos de Juan y de Lucas.
El coro. La nave del coro es, como toda la obra, igualmente plural, y el autor de los muros hasta la cornisa es el primero de los Hernán Ruiz. En dichos muros abren tres arcos formeros góticos, apuntados, abocinados y enmarcados por un alfiz. Entre ellos se localizan esculturas góticas sobre pedestal con doseles. El espacio resulta grandioso y acentúa aún más esta impresión la bóveda, obra de Juan de Ochoa, ayudado por Francisco Gutiérrez. El ánimo se dilata ante una riqueza ornamental y arquitectónica tan fastuosa. La bóveda es de medio cañón con lunetos y toda ella se encuentra profusamente decorada. A lo largo del eje longitudinal lleva una banda ornada con relieves y recuadros, en cuyo centro se ve a la Virgen de la Asunción, entre otros personajes de la Historia Sagrada. En los espacios de separación de los lunetos, niños traviesos sostienen medallones con distinta decoración. Suntuosos ventanales se abren en los lunetos. Sobre ellos hay toda una colección de ángeles músicos.
La sillería. Llama poderosísimamente la atención en esta zona del templo la sillería que la circunda, ocupada por el cabildo catedralicio durante las funciones religiosas. Es obra de perfección angelical ejecutada por el sevillano Pedro Duque Cornejo entre 1748 y 1758. Considerada como la última de las grandes sillerías barrocas de España, está labrada en caoba de las Antillas y costó la suma de 900.000 reales. Se distribuye en dos filas de asientos a cada lado de la nave, cerrándose en el frente con el trono episcopal y las puertas de acceso. La labor de talla es portentosa. El trono está coronado por un elevado frontis y se compone de tres asientos: el del obispo y los de las dos primeras dignidades eclesiásticas. Las sillas llevan varias series de medallones con escenas de la vida de Jesús, de la Virgen, del Antiguo Testamento y de mártires cordobeses. El presbiterio está separado del crucero mediante una magnífica reja de bronce fundida en Lucena por Antonio García, en 1759.
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