6588. SEVILLA, capital. Inicio de la vitrina 25 en la sala X del Museo Arqueológico. |
6589. SEVILLA, capital. Otros objetos de la vitrina 25 de la sala X del Museo Arqueológico. |
6590. SEVILLA, capital. Gran vasija de la vitrina 25 de la sala X del Museo Arqueológico. |
6591. SEVILLA, capital. Más objetos de la vitrina 25 en la sala X del Museo Arqueológico. |
6592. SEVILLA, capital. Otros objetos de la vitrina 25 en la sala X del Museo Arqueológico. |
6593. SEVILLA, capital. Últimos objetos de la vitrina 25 en la sala X del Museo Arqueológico. |
6594. SEVILLA, capital. Inicio de la vitrina 26 en la sala X del Museo Arqueológico. |
6595. SEVILLA, capital. Otros objetos presentes en la vitrina 26 de la sala X del Museo Arqueológico. |
6596. SEVILLA, capital. Detalle de la máscara teatral cerámica de la vitrina 26 en la sala X del Museo Arqueológico. |
6597. SEVILLA, capital. Más objetos de la vitrina 26 en la sala X del Museo Arqueológico. |
6598. SEVILLA, capital. Dos vasijas de la vitrina 26 de la sala X del Museo Arqueológico. |
6599. SEVILLA, capital. Más objetos de la vitrina 26 de la sala X del Museo Arqueológico. |
6600. SEVILLA, capital. Otros objetos de la vitrina 26 de la sala X del Museo Arqueológico. |
6601. SEVILLA, capital. Últimos objetos de la vitrina 26 de la sala X del Museo Arqueológico. |
6602. SEVILLA, capital. Inicio de la vitrina 27 en la sala X del Museo Arqueológico. |
6603. SEVILLA, capital. Objetos metálicos de la vitrina 27 en la sala X del Museo Arqueológico. |
6604. SEVILLA, capital. Últimos objetos de la vitrina 27 en la sala X del Museo Arqueológico. |
6605. SEVILLA, capital. Objeto metálico en la sala X del Museo Arqueológico. |
6606. SEVILLA, capital. Maqueta de horno cerámico en la sala X del Museo Arqueológico. |
6607. SEVILLA, capital. Objetos cerámicos de la vitrina 28 en la sala X del Museo Arqueológico. |
6608. SEVILLA, capital. Más objetos en la vitrina 28 de la sala X del Museo Arqueológico. |
6609. SEVILLA, capital. Últimos objetos de la vitrina 28 en la sala X del Museo Arqueológico. |
6610. SEVILLA, capital. Enormes vasijas en la sala X del Museo Arqueológico. |
6611. SEVILLA, capital. La vitrina 29 de la sala X del Museo Arqueológico. |
6612. SEVILLA, capital. Soliferreum y punta de lanza en la sala X del Museo Arqueológico. |
6613. SEVILLA, capital. Carnero en la sala X del Museo Arqueológico. |
6614. SEVILLA, capital. Cabeza masculina en la sala X del Museo Arqueológico. |
6615. SEVILLA, capital. Vitrina 29 de la sala X del Museo Arqueológico. |
SEVILLA** (CMXXXV), capital de la provincia y de la comunidad: 23 de enero de 2018.
Museo Arqueológico* - Sala X
SEGUNDA EDAD DEL HIERRO (Siglos V-I a.C.)
En la sala X entramos en la última fase de las culturas indígenas. Los pueblos colonizadores nos habían enseñado, entre otras cosas, como hemos visto, a trabajar el hierro. Y, vistas sus ventajas, en especial su mayor dureza y resistencia, comenzó a imponerse su uso de manera progresiva en todo lo relacionado sobre todo con las armas y las herramientas de trabajo, especialmente con aquéllas, que son de las que más testimonios han llegado hasta nosotros, aunque nunca sean muchos en esta época antigua, pues entre los mayores inconvenientes del hierro, desde un punto de vista arqueológico, se halla su falta de capacidad para resistir la oxidación, lo que hace que el deterioro que sufren los materiales, una vez se altera el medio ambiental en que se encuentran enterrados, sea progresivo y en la mayor parte de las ocasiones imparable. Al contrario de lo que sucede con el bronce, cuya superficie suele cubrirse de una pátina que lo protege a la vez que sirve de testimonio de su antigüedad.
Este progresivo incremento del uso del nuevo metal hace que, a partir del s. VIII a.C., podamos decir que hemos entrado en una nueva etapa cultural, la Edad del Hierro, en la cual el uso del bronce va quedando reducido, como una especie de metal noble, a solo objetos de adorno, vajilla y ajuar doméstico, y elementos de culto.
Una muestra de ello tenemos en la vitrina 25, en la que se exponen diversos elementos de lo que ya podemos considerar Edad del Hierro avanzada o Segunda Edad del Hierro, que se desarrolla entre los siglos IV al I a.C., hasta finales de la conquista romana, dejando la etapa anterior, entre los siglos VIII al V para la etapa inicial de su desarrollo, que en Andalucía viene a coincidir con el período avanzado de las Colonizaciones.
Durante esta segunda etapa se desarrollará en nuestro suelo la que denominamos cultura turdetana, por el nombre de alguno de sus pueblos más conocidos, heredera de la tartésica, cuando ésta va languideciendo al mismo ritmo que los contactos con los colonizadores, provocado por la inestabilidad en el Mediterráneo Oriental, la caída de las ciudades fenicias más importantes en poder de los persas, que hace desplazarse el centro de gravedad de la actividad comercial hacia el Oeste, fundando aquéllos la ciudad de Cartago, y las luchas de los cartagineses, aliados con los etruscos, contra los griegos, por el control del Mediterráneo Occidental. Son los años en que comenzaba a desarrollarse en el centro del Mediterráneo otra gran ciudad, Roma.
En la vitrina se muestran algunos de los materiales indígenas más característicos de esta época. En un lado, las armas. La falcata, la lanza, el soliferreum, el puñal de antenas atrofiadas. Son las armas típicas de los pueblos indígenas, y con las que éstos habrán de enfrentarse, cuando llegue el momento, al invasor romano. Y también con las que habían de luchar entre ellos. Son ya todas de hierro. Y suelen aparecer en sus tumbas, formando parte de los ajuares funerarios, junto a las urnas en las que se han depositado los huesos incinerados de la persona fallecida y los vasos de ofrendas que se han colocado a la sepultura. Es el mismo rito que veíamos en Setefilla, pero en el que a no se construyen túmulos, ni hay lugar para inhumaciones. Pero aparecen las armas, que allí están ausentes. Los enterrados ahora ya no son solo agricultores y ganaderos, sino también guerreros. Y a éstos se les entierra con sus armas, que, si es preciso, se doblan y retuercen, ya por motivos rituales, para inutilizarlas, ya para que puedan caber en el hoyo en el que se va a depositar la tumba, la cual se tapará luego con piedras para que quede mejor protegida.
En la Meseta de Castilla, donde se está desarrollando la cultura llamada de los castros y de los verracos, estas tumbas son muy frecuentes, aparecen por millares reunidas en grandes necrópolis. En Andalucía son, por el contrario, muy escasas. Una de ellas, incompleta, apareció, sin embargo, en el casco urbano de Sevilla actual. A ella pertenecen también algunas de las armas del panel. Las otras, de hallazgos aislados en otros lugares de la provincia.
Una excepción a esas armas de hierro lo constituyen unas pequeñas puntas de flecha con un curioso arpón junto a su base, que siguen siendo por lo general de bronce, aunque aparezca algún ejemplar de hierro. Durante algún tiempo se consideraron típicas de los primeros momentos de la Edad del Hierro. Suelen ser, sin embargo, muy frecuentes en lugares que podemos considerar asentamientos cartagineses, del s. III a.C.
Elementos muy característicos de esta época íbero-turdetana son los pequeños exvotos de bronce, recogidos por millares en algunos santuarios indígenas con representaciones de los devotos de una divinidad indígena que no conocemos. Los que se presentan en la vitrina proceden en su gran mayoría del Collado de los Jardines, en Sierra Morena (Jaén). Como vemos, el artesano no pone ningún interés en captar los rasgos individuales del devoto, sino más bien su actitud, el gesto, de adoración, con los brazos caídos; de ofrenda, con panes sobres las manos; de súplica, con las palmas de las manos abiertas al frente; de abandono a la voluntad del dios, con los brazos a lo largo del cuerpo; de recogimiento, con las manos juntas; de respeto, con la cabeza cubierta con largos velos o con altas tiaras, con caperuzas que recuerdan a las de nuestras procesiones.
A veces presentan un extremo esquematismo, reduciéndose la imagen del devoto a solo una fina barra de metal, casi alfileres, en las que simplemente se ha intentado sugerir, en un extremo, la cabeza. Otras queda claro cuál era el motivo de la súplica o de la ofrenda, a cual más variado: la curación de una pierna, el deseo de tener un hijo, la curación del caballo.
Junto a los exvotos podemos contemplar algunos de esos objetos de adorno de bronce a que nos referíamos, un aplique con la representación de un felino y un par de broches de cinturón, de los cuales uno es un modelo atípico, con una serie de anillas laterales, y el otro, por el contrario, de un tipo muy conocido y difundido en esta época. Se les llama "de garfios" por los que presenta para enganchar el cinturón, aunque todos ellos se hallen rotos en nuestro ejemplar, lo mismo que el cierre de los calados de la placa. Son de origen celtibérico, pero su uso se extendió hacia el Sur al menos hasta Sierra Morena, donde en ocasiones los vemos acompañando a los exvotos de bronce en los santuarios. De allí puede proceder también este ejemplar, que vemos decora el centro de su placa con un motivo solar, tema muy frecuente entre los pueblos de la Meseta tanto en las cerámicas como en los metales.
Con los broches de cinturón se presentan diversos tipos de fíbulas, unas indígenas, las anulares, y otras romanas, en forma de omega o con un tipo especial de resorte, sobre el que a veces aparece escrito el nombre del artesano o del lugar donde fueron hechas, Aucissa.
A través de estos materiales se evidencia que ya empezaban a hacer acto de presencia en el territorio de la antigua Tartessos otros pueblos. Por un lado, los cartagineses, a quienes pertenecen las puntas de flecha; por otro, los romanos. Situados uno frente a otro en el centro del Mediterráneo, pronto iban a empezar a combatir por la posesión de las islas que se hallaban entre ellos, sobre todo por Sicilia. El resultado de aquellas guerras hará que ambos, pasado el tiempo, acaben enfrentándose en la Península, a la que los dos quieren también dominar.
Elemento nuevo que empieza a hacer acto de presencia en nuestro suelo, es la escultura en piedra. Y a partir de ahora comenzaremos a ver relieves y figuras de bulto redondo talladas en la piedra local, por lo general calizas, que hay que poner en relación sobre todo con el mundo religioso y con el funerario. Como símbolo presentamos en la vitrina una pequeña figura de carnero, echado en el suelo, tallado de manera un tanto convencional, ya que no pasa de ser un bloque de piedra paralepipédico del que emerge la cabeza, de largo hocico apuntado y en cuyas aristas inferiores apenas se han insinuado las patas rebajando el contorno alrededor de ellas, de manera similar a como se trabajan algunas de las esculturas de Osuna que se conservan el Museo Arqueológico Nacional. El artista ha puesto mayor cuidado en tallar dos largos cuernos espiraliformes, en el centro de los cuales aparecen netamente las orejas. Los ojos son dos simples círculos rodeados de pestañas que nos recuerdan los ojos-soles de los ídolos calcolíticos. No conocemos su contexto arqueológico, pero muy bien pudo estar rematando un monumento funerario en forma de pilar, como algunos que se conocen en el mundo ibérico levantino, y proceder de la zona de Osuna.
Mientras Cartago y Roma se van asentando y fortaleciendo, a costa de los pueblos que les rodean, a los que conquistan, con los que se alían o en los que establecen colonias, los pueblos indígenas del Valle del Guadalquivir continúan también su desarrollo, ahora muy ralentizado.
Un ejemplo de lo que podía ser la vida en estas ciudades indígenas lo tenemos en Alhonoz, un poblado situado entre los actuales términos municipales de Herrera y Écija, cuyos ajuares se presentan en la vitrina 26. Su vida, a juzgar por los resultados de las excavaciones, se extiende a lo largo de toda la Edad del Hierro, desde el s. VIII a.C. aproximadamente hasta época romana. Las excavaciones han dejado allí al descubierto sus casas de planta rectangular, con muros de mampostería en su parte inferior y adobes en la superior, sus hogares en el centro de las habitaciones, sus bancos corridos pegados a la pared. Son estructuras que pertenecen ya a la última etapa de la ciudad, la que queda enterrada tras la conquista romana. Pero como testimonio de su existencia en época antigua tenemos los ajuares, sobre todo las cerámicas, que se exponen a la derecha de la vitrina, con vasos toscos decorados con collares de impresiones o con las superficies barridas, las ollas, el plato con retícula bruñida, el cazo, el soporte bicónico, todos realizados a mano, muy similares en algunos casos a los que veíamos en Setefilla, en la vitrina 21.
El aspecto de los ajuares cambia en el resto de la vitrina, donde las cerámicas que se exponen, son ya realizaciones a torno, de aspecto un tanto industrial, como realizadas en serie, todas muy parecidas entre sí y decoradas con las bandas de color rojo típicas de la cultura turdetana por influencia cartaginesa, ya sean de platos, cuencos o urnas. Los vasos de mayor interés de este período inicial del poblado son, sin embargo, los de provisiones que se exponen fuera de la vitrina, vasos de una gran calidad y belleza formal, a pesar de su tamaño, con una base muy pequeña, para preservar el contenido de la humedad y del ataque de los roedores, y ricamente decorados con motivos en forma de dientes de sierra pintados de rojo, mientras el resto de la vasija queda simplemente bruñido.
En el interior de la vitrina podemos contemplar, como vaso más sugerente, un cuenco que parece llevado en volandas por tres palomas, ave que pertenecía a Astarté, como hemos visto en el mango del asador con la representación bifronte de la diosa. No se trata, por tanto, de un vaso vulgar, sino ritual y su presencia podría dar sentido al resto de los hallazgos de la zona del poblado en que se encontró, en el que se hallaban, además, como podemos ver en la fotografía, una enorme cantidad de materiales apilados, a todos los cuales podemos interpretar en su conjunto como depósito de un posible santuario al que acudieran los devotos con sus ofrendas en esos platos y cuencos, y una vez recogidas aquéllas por los sacerdotes, dejaran las vasijas en que se habían hecho en el posible almacén en que fueron descubiertos. La presencia entre las ofrendas de un quemaperfumes, del que solo se conserva el vástago, pero que podemos ver reconstruido en la vitrina 19, confirma esa suposición. Y la pequeña Minerva de bronce podría darnos alguna pista sobre el carácter de la divinidad a que se hallaba dedicado al santuario.
Las dos fíbulas de pie levantado y resorte de ballesta nos hablan de contacto con el mundo céltico de la cultura de La Tène, que veíamos ya en la fíbula de oro del tesoro de Mairena, en la sala VII. Yen la de tipo Aucissa que las acompaña, un testimonio de los primeros influjos romano.
La derrota de los cartagineses en Sicilia los había traído a la Península, donde fundan Cartago Nova y se asientan en otras ciudades. Los romanos, preocupados porque las riquezas de nuestra tierra pudieran proporcionarles medios para emprender una nueva guerra contra ellos, le hacen firmar un tratado, en virtud del cual no podrían traspasar la línea del Ebro, debiendo en cualquier caso respetar la ciudad de Sagunto, aliada de Roma. Los cartagineses no respetan el tratado. Atacan Sagunto y Aníbal cruza los Pirineos para llevar la guerra a Italia, donde obtiene una serie de resonadas victorias, hasta colocarse a las puertas de Roma. Los romanos, por su parte, han desembarcado mientras tanto en España para cortar la fuente de aprovisionamientos de Aníbal. Acabarán venciendo a los cartagineses y expulsándolos de nuestro suelo. Pero ello no significa que los romanos vayan a abandonar también la Península sino, muy al contrario, comienzan su propia conquista de nuestro suelo en una larga guerra contra los indígenas que durará más de dos siglos, hasta época de Augusto.
La victoria definitiva sobre los cartagineses tiene lugar a orillas del Guadalquivir, muy cerca de Sevilla, en Alcalá del Río, la antiguia Ilipa Magna. A los veteranos de la guerra los establecieron por su parte en un lugar cercano que llamarán Itálica, junto a una pequeña ciudad indígena cuyo nombre no conocemos.
En la larga vitrina 27 tenemos los materiales que las excavaciones de esa ciudad, en Santiponce, nos han proporcionado. Por un lado, los indígenas, las típicas cerámicas de bandas turdetanas, los platos, las urnas, los cuencos de bordes pintados de rojo, similares a los que de manera tan abundante hemos visto en Alhonoz. Por otro, los productos de los conquistadores romanos, sobre todo las cerámicas de barniz negro que llamamos campaniense, por su lugar de producción, la Campania italiana, son cuencos, platos y fuentes decorados con palmetas impresas en su fondo, lucernas cuyo cuerpo va primero cerrándose y cubriéndose, y después sustituyendo el barniz negro por el rojo que preludia las cerámicas de época imperial, con sus lucernas de disco decoradas con los motivos más variados. En Roma, la República vive sus últimos momentos. Al igual que en la Península los pueblos indígenas. Son dos mundos distintos que empiezan a vivir una vida nueva, y a convivir en paz, y que acabarán fundiéndose para dar lugar a la cultura hispanorromana, cuyas realizaciones podremos ver en las salas de la planta alta.
Un paso más en ese proceso de fundición y asimilación por los indígenas de la cultura romana lo tenemos en la vitrina 28, en la que se presentan los ajuares funerarios de la necrópolis del Olivar Alto (Utrera), en la que vemos población de origen romano e indígenas que se entierran juntos, sin que de momento sea posible distinguir a unos de otros, ya que en los ajuares aparecen indistintamente, mezclados, los materiales que El Pajar de Artillo encontrábamos todavía separados. Ahora, alrededor de unas urnas cinerarias decoradas con bandas, de tradición cartaginesa, vemos ungüentarios de vidrio soplado, agujas de pelo de hueso, espejos y estuches de tocador de bronce, con sus agujas, espátulas y pinzas, piedras de pomadas, cerámicas de paredes finas y toscos tarros de miel. El ritual sigue siendo el de incineración típico de la Segunda Edad del Hierro, que practicaban ambos pueblos. Los huesos incinerados que pueden observarse en el interior de la urna cilíndrica pertenecieron a una joven actriz de teatro, cuya máscara podremos contemplar en las salas romanas, en la vitrina dedicada al ocio.
Como elemento claramente indígena, pero producido bajo la influencia romana, tenemos un pequeño fragmento de una tabla de bronce con restos de una inscripción en caracteres ibéricos.
En un extremo de la vitrina mostramos finalmente una representación de los numerosos relieves con caballos que se hallaron, casi un centenar de ejemplares, en un pequeño cerro del término de Baena (Córdoba), un lugar dedicado a ellos por los indígenas de época íbero-turdetana, que los consideraban no como una divinidad en sí, sino como un animal "psicopompo", en contacto con la divinidad, hacia la que llevaban las almas de sus devotos.
Tenemos por último en esta sala una vitrina, la 29, que no sirve para mostrar nada nuevo, sino para recopilar, en un único espacio, la lenta evolución cultural del hombre en nuestro suelo, para ver brevemente en una serie continua, tal como se desarrolló, sin interrupciones, todo lo que hemos ido viendo en las distintas vitrinas, desde el Paleolítico Inferior hasta la conquista romana, con la significativa presencia de los vasos-pitorro neolíticos, los ídolos calcolíticos, el campaniforme, las armas fundidas del Bronce Final, los dioses y joyas de época tartésica, la llegada de los cartagineses, con el precioso testimonio del tesorillo de monedas de plata, dracmas, por ellos escondido en un lugar de la actual Cuesta del Rosario, de Sevilla, para salvarlo, sin duda, del pillaje de los romanos, que al final acabarán venciéndolos e imponiendo su cultura, como todos sabemos y tendremos ocasión de contemplar en las salas de la planta alta, a ellos dedicados en su mayor parte.
Antes de llegar hasta ellas, la vitrina 30, con muestras de paleopatologías humanas de todas las épocas. Desde la trepanación practicada en el cráneo de un hombre de la Edad del Cobre, hacia el 3000 a.C., hasta el quiste hidático solidificado hallado en otro de la Edad Media, enterrado en el patio del castillo de Triana. Fracturas de huesos, signos de lepra, osteoporosis y otros padecimientos humanos que han dejado huella en los esqueletos de los hombres de todos los tiempos, pueden contemplarse en esta vitrina.
SEGUNDA EDAD DEL HIERRO (Siglos V-I a.C.)
En la sala X entramos en la última fase de las culturas indígenas. Los pueblos colonizadores nos habían enseñado, entre otras cosas, como hemos visto, a trabajar el hierro. Y, vistas sus ventajas, en especial su mayor dureza y resistencia, comenzó a imponerse su uso de manera progresiva en todo lo relacionado sobre todo con las armas y las herramientas de trabajo, especialmente con aquéllas, que son de las que más testimonios han llegado hasta nosotros, aunque nunca sean muchos en esta época antigua, pues entre los mayores inconvenientes del hierro, desde un punto de vista arqueológico, se halla su falta de capacidad para resistir la oxidación, lo que hace que el deterioro que sufren los materiales, una vez se altera el medio ambiental en que se encuentran enterrados, sea progresivo y en la mayor parte de las ocasiones imparable. Al contrario de lo que sucede con el bronce, cuya superficie suele cubrirse de una pátina que lo protege a la vez que sirve de testimonio de su antigüedad.
Este progresivo incremento del uso del nuevo metal hace que, a partir del s. VIII a.C., podamos decir que hemos entrado en una nueva etapa cultural, la Edad del Hierro, en la cual el uso del bronce va quedando reducido, como una especie de metal noble, a solo objetos de adorno, vajilla y ajuar doméstico, y elementos de culto.
Una muestra de ello tenemos en la vitrina 25, en la que se exponen diversos elementos de lo que ya podemos considerar Edad del Hierro avanzada o Segunda Edad del Hierro, que se desarrolla entre los siglos IV al I a.C., hasta finales de la conquista romana, dejando la etapa anterior, entre los siglos VIII al V para la etapa inicial de su desarrollo, que en Andalucía viene a coincidir con el período avanzado de las Colonizaciones.
Durante esta segunda etapa se desarrollará en nuestro suelo la que denominamos cultura turdetana, por el nombre de alguno de sus pueblos más conocidos, heredera de la tartésica, cuando ésta va languideciendo al mismo ritmo que los contactos con los colonizadores, provocado por la inestabilidad en el Mediterráneo Oriental, la caída de las ciudades fenicias más importantes en poder de los persas, que hace desplazarse el centro de gravedad de la actividad comercial hacia el Oeste, fundando aquéllos la ciudad de Cartago, y las luchas de los cartagineses, aliados con los etruscos, contra los griegos, por el control del Mediterráneo Occidental. Son los años en que comenzaba a desarrollarse en el centro del Mediterráneo otra gran ciudad, Roma.
En la vitrina se muestran algunos de los materiales indígenas más característicos de esta época. En un lado, las armas. La falcata, la lanza, el soliferreum, el puñal de antenas atrofiadas. Son las armas típicas de los pueblos indígenas, y con las que éstos habrán de enfrentarse, cuando llegue el momento, al invasor romano. Y también con las que habían de luchar entre ellos. Son ya todas de hierro. Y suelen aparecer en sus tumbas, formando parte de los ajuares funerarios, junto a las urnas en las que se han depositado los huesos incinerados de la persona fallecida y los vasos de ofrendas que se han colocado a la sepultura. Es el mismo rito que veíamos en Setefilla, pero en el que a no se construyen túmulos, ni hay lugar para inhumaciones. Pero aparecen las armas, que allí están ausentes. Los enterrados ahora ya no son solo agricultores y ganaderos, sino también guerreros. Y a éstos se les entierra con sus armas, que, si es preciso, se doblan y retuercen, ya por motivos rituales, para inutilizarlas, ya para que puedan caber en el hoyo en el que se va a depositar la tumba, la cual se tapará luego con piedras para que quede mejor protegida.
En la Meseta de Castilla, donde se está desarrollando la cultura llamada de los castros y de los verracos, estas tumbas son muy frecuentes, aparecen por millares reunidas en grandes necrópolis. En Andalucía son, por el contrario, muy escasas. Una de ellas, incompleta, apareció, sin embargo, en el casco urbano de Sevilla actual. A ella pertenecen también algunas de las armas del panel. Las otras, de hallazgos aislados en otros lugares de la provincia.
Una excepción a esas armas de hierro lo constituyen unas pequeñas puntas de flecha con un curioso arpón junto a su base, que siguen siendo por lo general de bronce, aunque aparezca algún ejemplar de hierro. Durante algún tiempo se consideraron típicas de los primeros momentos de la Edad del Hierro. Suelen ser, sin embargo, muy frecuentes en lugares que podemos considerar asentamientos cartagineses, del s. III a.C.
Elementos muy característicos de esta época íbero-turdetana son los pequeños exvotos de bronce, recogidos por millares en algunos santuarios indígenas con representaciones de los devotos de una divinidad indígena que no conocemos. Los que se presentan en la vitrina proceden en su gran mayoría del Collado de los Jardines, en Sierra Morena (Jaén). Como vemos, el artesano no pone ningún interés en captar los rasgos individuales del devoto, sino más bien su actitud, el gesto, de adoración, con los brazos caídos; de ofrenda, con panes sobres las manos; de súplica, con las palmas de las manos abiertas al frente; de abandono a la voluntad del dios, con los brazos a lo largo del cuerpo; de recogimiento, con las manos juntas; de respeto, con la cabeza cubierta con largos velos o con altas tiaras, con caperuzas que recuerdan a las de nuestras procesiones.
A veces presentan un extremo esquematismo, reduciéndose la imagen del devoto a solo una fina barra de metal, casi alfileres, en las que simplemente se ha intentado sugerir, en un extremo, la cabeza. Otras queda claro cuál era el motivo de la súplica o de la ofrenda, a cual más variado: la curación de una pierna, el deseo de tener un hijo, la curación del caballo.
Junto a los exvotos podemos contemplar algunos de esos objetos de adorno de bronce a que nos referíamos, un aplique con la representación de un felino y un par de broches de cinturón, de los cuales uno es un modelo atípico, con una serie de anillas laterales, y el otro, por el contrario, de un tipo muy conocido y difundido en esta época. Se les llama "de garfios" por los que presenta para enganchar el cinturón, aunque todos ellos se hallen rotos en nuestro ejemplar, lo mismo que el cierre de los calados de la placa. Son de origen celtibérico, pero su uso se extendió hacia el Sur al menos hasta Sierra Morena, donde en ocasiones los vemos acompañando a los exvotos de bronce en los santuarios. De allí puede proceder también este ejemplar, que vemos decora el centro de su placa con un motivo solar, tema muy frecuente entre los pueblos de la Meseta tanto en las cerámicas como en los metales.
Con los broches de cinturón se presentan diversos tipos de fíbulas, unas indígenas, las anulares, y otras romanas, en forma de omega o con un tipo especial de resorte, sobre el que a veces aparece escrito el nombre del artesano o del lugar donde fueron hechas, Aucissa.
A través de estos materiales se evidencia que ya empezaban a hacer acto de presencia en el territorio de la antigua Tartessos otros pueblos. Por un lado, los cartagineses, a quienes pertenecen las puntas de flecha; por otro, los romanos. Situados uno frente a otro en el centro del Mediterráneo, pronto iban a empezar a combatir por la posesión de las islas que se hallaban entre ellos, sobre todo por Sicilia. El resultado de aquellas guerras hará que ambos, pasado el tiempo, acaben enfrentándose en la Península, a la que los dos quieren también dominar.
Elemento nuevo que empieza a hacer acto de presencia en nuestro suelo, es la escultura en piedra. Y a partir de ahora comenzaremos a ver relieves y figuras de bulto redondo talladas en la piedra local, por lo general calizas, que hay que poner en relación sobre todo con el mundo religioso y con el funerario. Como símbolo presentamos en la vitrina una pequeña figura de carnero, echado en el suelo, tallado de manera un tanto convencional, ya que no pasa de ser un bloque de piedra paralepipédico del que emerge la cabeza, de largo hocico apuntado y en cuyas aristas inferiores apenas se han insinuado las patas rebajando el contorno alrededor de ellas, de manera similar a como se trabajan algunas de las esculturas de Osuna que se conservan el Museo Arqueológico Nacional. El artista ha puesto mayor cuidado en tallar dos largos cuernos espiraliformes, en el centro de los cuales aparecen netamente las orejas. Los ojos son dos simples círculos rodeados de pestañas que nos recuerdan los ojos-soles de los ídolos calcolíticos. No conocemos su contexto arqueológico, pero muy bien pudo estar rematando un monumento funerario en forma de pilar, como algunos que se conocen en el mundo ibérico levantino, y proceder de la zona de Osuna.
Mientras Cartago y Roma se van asentando y fortaleciendo, a costa de los pueblos que les rodean, a los que conquistan, con los que se alían o en los que establecen colonias, los pueblos indígenas del Valle del Guadalquivir continúan también su desarrollo, ahora muy ralentizado.
Un ejemplo de lo que podía ser la vida en estas ciudades indígenas lo tenemos en Alhonoz, un poblado situado entre los actuales términos municipales de Herrera y Écija, cuyos ajuares se presentan en la vitrina 26. Su vida, a juzgar por los resultados de las excavaciones, se extiende a lo largo de toda la Edad del Hierro, desde el s. VIII a.C. aproximadamente hasta época romana. Las excavaciones han dejado allí al descubierto sus casas de planta rectangular, con muros de mampostería en su parte inferior y adobes en la superior, sus hogares en el centro de las habitaciones, sus bancos corridos pegados a la pared. Son estructuras que pertenecen ya a la última etapa de la ciudad, la que queda enterrada tras la conquista romana. Pero como testimonio de su existencia en época antigua tenemos los ajuares, sobre todo las cerámicas, que se exponen a la derecha de la vitrina, con vasos toscos decorados con collares de impresiones o con las superficies barridas, las ollas, el plato con retícula bruñida, el cazo, el soporte bicónico, todos realizados a mano, muy similares en algunos casos a los que veíamos en Setefilla, en la vitrina 21.
El aspecto de los ajuares cambia en el resto de la vitrina, donde las cerámicas que se exponen, son ya realizaciones a torno, de aspecto un tanto industrial, como realizadas en serie, todas muy parecidas entre sí y decoradas con las bandas de color rojo típicas de la cultura turdetana por influencia cartaginesa, ya sean de platos, cuencos o urnas. Los vasos de mayor interés de este período inicial del poblado son, sin embargo, los de provisiones que se exponen fuera de la vitrina, vasos de una gran calidad y belleza formal, a pesar de su tamaño, con una base muy pequeña, para preservar el contenido de la humedad y del ataque de los roedores, y ricamente decorados con motivos en forma de dientes de sierra pintados de rojo, mientras el resto de la vasija queda simplemente bruñido.
En el interior de la vitrina podemos contemplar, como vaso más sugerente, un cuenco que parece llevado en volandas por tres palomas, ave que pertenecía a Astarté, como hemos visto en el mango del asador con la representación bifronte de la diosa. No se trata, por tanto, de un vaso vulgar, sino ritual y su presencia podría dar sentido al resto de los hallazgos de la zona del poblado en que se encontró, en el que se hallaban, además, como podemos ver en la fotografía, una enorme cantidad de materiales apilados, a todos los cuales podemos interpretar en su conjunto como depósito de un posible santuario al que acudieran los devotos con sus ofrendas en esos platos y cuencos, y una vez recogidas aquéllas por los sacerdotes, dejaran las vasijas en que se habían hecho en el posible almacén en que fueron descubiertos. La presencia entre las ofrendas de un quemaperfumes, del que solo se conserva el vástago, pero que podemos ver reconstruido en la vitrina 19, confirma esa suposición. Y la pequeña Minerva de bronce podría darnos alguna pista sobre el carácter de la divinidad a que se hallaba dedicado al santuario.
Las dos fíbulas de pie levantado y resorte de ballesta nos hablan de contacto con el mundo céltico de la cultura de La Tène, que veíamos ya en la fíbula de oro del tesoro de Mairena, en la sala VII. Yen la de tipo Aucissa que las acompaña, un testimonio de los primeros influjos romano.
La derrota de los cartagineses en Sicilia los había traído a la Península, donde fundan Cartago Nova y se asientan en otras ciudades. Los romanos, preocupados porque las riquezas de nuestra tierra pudieran proporcionarles medios para emprender una nueva guerra contra ellos, le hacen firmar un tratado, en virtud del cual no podrían traspasar la línea del Ebro, debiendo en cualquier caso respetar la ciudad de Sagunto, aliada de Roma. Los cartagineses no respetan el tratado. Atacan Sagunto y Aníbal cruza los Pirineos para llevar la guerra a Italia, donde obtiene una serie de resonadas victorias, hasta colocarse a las puertas de Roma. Los romanos, por su parte, han desembarcado mientras tanto en España para cortar la fuente de aprovisionamientos de Aníbal. Acabarán venciendo a los cartagineses y expulsándolos de nuestro suelo. Pero ello no significa que los romanos vayan a abandonar también la Península sino, muy al contrario, comienzan su propia conquista de nuestro suelo en una larga guerra contra los indígenas que durará más de dos siglos, hasta época de Augusto.
La victoria definitiva sobre los cartagineses tiene lugar a orillas del Guadalquivir, muy cerca de Sevilla, en Alcalá del Río, la antiguia Ilipa Magna. A los veteranos de la guerra los establecieron por su parte en un lugar cercano que llamarán Itálica, junto a una pequeña ciudad indígena cuyo nombre no conocemos.
En la larga vitrina 27 tenemos los materiales que las excavaciones de esa ciudad, en Santiponce, nos han proporcionado. Por un lado, los indígenas, las típicas cerámicas de bandas turdetanas, los platos, las urnas, los cuencos de bordes pintados de rojo, similares a los que de manera tan abundante hemos visto en Alhonoz. Por otro, los productos de los conquistadores romanos, sobre todo las cerámicas de barniz negro que llamamos campaniense, por su lugar de producción, la Campania italiana, son cuencos, platos y fuentes decorados con palmetas impresas en su fondo, lucernas cuyo cuerpo va primero cerrándose y cubriéndose, y después sustituyendo el barniz negro por el rojo que preludia las cerámicas de época imperial, con sus lucernas de disco decoradas con los motivos más variados. En Roma, la República vive sus últimos momentos. Al igual que en la Península los pueblos indígenas. Son dos mundos distintos que empiezan a vivir una vida nueva, y a convivir en paz, y que acabarán fundiéndose para dar lugar a la cultura hispanorromana, cuyas realizaciones podremos ver en las salas de la planta alta.
Un paso más en ese proceso de fundición y asimilación por los indígenas de la cultura romana lo tenemos en la vitrina 28, en la que se presentan los ajuares funerarios de la necrópolis del Olivar Alto (Utrera), en la que vemos población de origen romano e indígenas que se entierran juntos, sin que de momento sea posible distinguir a unos de otros, ya que en los ajuares aparecen indistintamente, mezclados, los materiales que El Pajar de Artillo encontrábamos todavía separados. Ahora, alrededor de unas urnas cinerarias decoradas con bandas, de tradición cartaginesa, vemos ungüentarios de vidrio soplado, agujas de pelo de hueso, espejos y estuches de tocador de bronce, con sus agujas, espátulas y pinzas, piedras de pomadas, cerámicas de paredes finas y toscos tarros de miel. El ritual sigue siendo el de incineración típico de la Segunda Edad del Hierro, que practicaban ambos pueblos. Los huesos incinerados que pueden observarse en el interior de la urna cilíndrica pertenecieron a una joven actriz de teatro, cuya máscara podremos contemplar en las salas romanas, en la vitrina dedicada al ocio.
Como elemento claramente indígena, pero producido bajo la influencia romana, tenemos un pequeño fragmento de una tabla de bronce con restos de una inscripción en caracteres ibéricos.
En un extremo de la vitrina mostramos finalmente una representación de los numerosos relieves con caballos que se hallaron, casi un centenar de ejemplares, en un pequeño cerro del término de Baena (Córdoba), un lugar dedicado a ellos por los indígenas de época íbero-turdetana, que los consideraban no como una divinidad en sí, sino como un animal "psicopompo", en contacto con la divinidad, hacia la que llevaban las almas de sus devotos.
Tenemos por último en esta sala una vitrina, la 29, que no sirve para mostrar nada nuevo, sino para recopilar, en un único espacio, la lenta evolución cultural del hombre en nuestro suelo, para ver brevemente en una serie continua, tal como se desarrolló, sin interrupciones, todo lo que hemos ido viendo en las distintas vitrinas, desde el Paleolítico Inferior hasta la conquista romana, con la significativa presencia de los vasos-pitorro neolíticos, los ídolos calcolíticos, el campaniforme, las armas fundidas del Bronce Final, los dioses y joyas de época tartésica, la llegada de los cartagineses, con el precioso testimonio del tesorillo de monedas de plata, dracmas, por ellos escondido en un lugar de la actual Cuesta del Rosario, de Sevilla, para salvarlo, sin duda, del pillaje de los romanos, que al final acabarán venciéndolos e imponiendo su cultura, como todos sabemos y tendremos ocasión de contemplar en las salas de la planta alta, a ellos dedicados en su mayor parte.
Antes de llegar hasta ellas, la vitrina 30, con muestras de paleopatologías humanas de todas las épocas. Desde la trepanación practicada en el cráneo de un hombre de la Edad del Cobre, hacia el 3000 a.C., hasta el quiste hidático solidificado hallado en otro de la Edad Media, enterrado en el patio del castillo de Triana. Fracturas de huesos, signos de lepra, osteoporosis y otros padecimientos humanos que han dejado huella en los esqueletos de los hombres de todos los tiempos, pueden contemplarse en esta vitrina.
Textos de:
FERNÁNDEZ GÓMEZ, Fernando y MARTÍN GÓMEZ, Carmen. Museo arqueológico de Sevilla. Guía oficial. Consejería de Cultura, Junta de Andalucía. Sevilla, 2005.
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