6691. SEVILLA, capital. Posible torso del emperador Claudio, procedente de Mérida (Badajoz), del s. I d.C., en la sala XII del Museo Arqueológico. |
6692. SEVILLA, capital. Torso de Amazona, en la sala XII del Museo Arqueológico. |
6693. SEVILLA, capital. Altar dedicado a Augusto, con signos zodiacales, reutilizado como pozo, de mármol, procedente de Trigueros (Huelva), s. II d.C. en la sala XII del Museo Arqueológico. |
6695. SEVILLA, capital. Ariadna, procedente de Espera (Cádiz), s. II d.C. en la sala XII del Museo Arqueológico. |
6696. SEVILLA, capital. Nióbide, procedente del sur de Italia, donación del duque de Medinaceli, s. V a.C. en la sala XII del Museo Arqueológico. |
6697. SEVILLA, capital. Atlas con la esfera del Mundo, procedente de Las Cabezas de San Juan, 1/2 s. I d.C. en la sala XII del Museo Arqueológico. |
6698. SEVILLA, capital. Sacerdote sacrificador, procedente de Alcalá del Río, s. I-II d.C. en la sala XII del Museo Arqueológico. |
6699. SEVILLA, capital. Apolo Citaredo, procedente del sur de Italia, donación del duque de Medinaceli, s. V a.C., en la sala XII del Museo Arqueológico. |
6700. SEVILLA, capital. Retrato de dama, procedente de Carmona, s. II-III d.C. en la sala XII del Museo Arqueológico. |
6701. SEVILLA, capital. Mosaico de la Primavera, procedente de Dos Hermanas, s. II-III d.C. en la sala XII del Museo Arqueológico. |
6702. SEVILLA, capital. Mosaico del Otoño, procedente de Dos Hermanas, s. II-III d.C. en la sala XII del Museo Arqueológico. |
6703. SEVILLA, capital. Mosaico con escena de circo, procedente de Paradas, s. III-IV d.C. en la sala XII del Museo Arqueológico. |
6704. SEVILLA, capital. Otro mosaico con escena de circo, procedente de Paradas, s. III-IV d.C. en la sala XII del Museo Arqueológico. |
6705. SEVILLA, capital. Fragmento de mosaico, procedente de Dos Hermanas, en la sala XII del Museo Arqueológico. |
6706. SEVILLA, capital. Vitrina de herramientas, en la sala XII del Museo Arqueológico. |
6707. SEVILLA, capital. Vitrina de objetos para el ocio y profesiones "liberales", en la sala XII del Museo Arqueológico. |
6708. SEVILLA, capital. Cabeza de joven, procedente de Alcalá de Guadaira, 50-60 d.C. en la sala XII del Museo Arqueológico. |
6709. SEVILLA, capital. Caballero romano, s. a.C. en la sala XII del Museo Arqueológico. |
SEVILLA** (CMXLIV), capital de la provincia y de la comunidad: 13 de febrero de 2018.
Museo arqueológico* - sala XII
CULTURA ROMANA I
Es lo que observamos ya a partir de la sala XII del Museo, una sala presidida por un monumental torso, desnudo, sedente, al modo como se representa Júpiter. El manto cae por la espalda para quedar sobre los muslos. En los hombros se observan restos de las ínfulas imperiales. Fue hallado en Mérida, y se ha atribuido al emperador Claudio (45-54) divinizado, al cual se había dedicado un templo en aquella ciudad. Al lado del emperador, la Dea Roma en forma de colosal amazona, vistiendo un corto chitón, con un pecho desnudo. Procede de El Arahal.
En el centro de la sala, un "puteal", brocal de pozo de significado sagrado, seguramente por el carácter salutífero de sus aguas, dedicado al emperador por dos ciudadanos, padre e hijo, de la tribu Galería, la más extendida en Hispania. Se decora con una gruesa guirnalda de hojas de laurel sostenida por amorcillos, por debajo de la cual se han colocado algunos signos del Zodiaco: Aries, Leo, Sagitario y Capricornio.
Tenemos en la sala tres personajes bien conocidos de la mitología griega, a todos los cuales une el hecho de haber sido, por un motivo u otro, víctimas del capricho o la venganza de los dioses.
Uno Ariadna, la sagaz compañera de Teseo, al que había ayudado a salir del laberinto, donde el héroe había matado al terrible Minotauro, facilitándole un hilo que le condujera, y a la que aquél, por orden de Palas-Atenea, abandonará en la playa de la isla griega de Naxos mientras dormía. Es el momento que recoge la escultura. Un rostro femenino, la finura de cuyos rasgos podemos gozar a pesar de su deficiente estado de conservación. Apoya la cabeza sobre su mano izquierda, permitiéndonos contemplar su peinado de trenzas entrecruzadas y la diadema con que se toca.
En el centro de la sala, un "puteal", brocal de pozo de significado sagrado, seguramente por el carácter salutífero de sus aguas, dedicado al emperador por dos ciudadanos, padre e hijo, de la tribu Galería, la más extendida en Hispania. Se decora con una gruesa guirnalda de hojas de laurel sostenida por amorcillos, por debajo de la cual se han colocado algunos signos del Zodiaco: Aries, Leo, Sagitario y Capricornio.
Tenemos en la sala tres personajes bien conocidos de la mitología griega, a todos los cuales une el hecho de haber sido, por un motivo u otro, víctimas del capricho o la venganza de los dioses.
Uno Ariadna, la sagaz compañera de Teseo, al que había ayudado a salir del laberinto, donde el héroe había matado al terrible Minotauro, facilitándole un hilo que le condujera, y a la que aquél, por orden de Palas-Atenea, abandonará en la playa de la isla griega de Naxos mientras dormía. Es el momento que recoge la escultura. Un rostro femenino, la finura de cuyos rasgos podemos gozar a pesar de su deficiente estado de conservación. Apoya la cabeza sobre su mano izquierda, permitiéndonos contemplar su peinado de trenzas entrecruzadas y la diadema con que se toca.
Niobe será víctima, por su fecundidad, de la envidia de Leto, la madre de Apolo y Artemis. La diosa ordenará a sus hijos que quiten la vida a todos los de aquélla, a uno de los cuales, caído en el suelo, herido, podemos ver frente a Ariadna. Es obra griega del sur de Italia, procedente con toda seguridad del frontón de un templo. Fue regalada por San Pío V al duque de Medinaceli, cuya familia la ha cedido generosamente al Museo.
El tercero es Atlas, héroe condenado por Zeus a llevar sobre sus hombros el pesado globo de la Tierra por haber tomado parte en la lucha contra los dioses. Hallado en el subsuelo de la iglesia parroquial de Las Cabezas de San Juan, la antigua Cumbaria, presenta una inscripción dedicada al emperador Claudio por Terpulia, hija Saunio, tal como lo había dejado ordenado en el testamento su marido, Albano, hijo de Sunna. Estos indígenas ofreciendo votos al emperador, son testimonio de la profunda romanización que ya en estos años iniciales del s. I d.C. había alcanzado un gran sector de la población nativa en la antigua Turdetania.
Frente a la entrada aparece la figura de un togado, de Ilipa, con la cabeza de un novillo a sus pies, quizá como símbolo de su actividad sacerdotal, en vez de la típica capsa con los volumina. La toga era el vestido obligatorio de los senadores para asistir a las sesiones de la Curia. Cuando iban a ofrecer un sacrificio, la hacían pasar sobre su cabeza, como veremos en una pequeña escultura de bronce de la sala XVI.
Al lado del togado podemos contemplar la parte inferior de un danzante, un probable Apolo, el dios protector de las Artes, moviéndose al son de la música que con su inigualable lira le tocara Hermes para conseguir su perdón. Es ciertamente esta escultura una obra maestra en la que queda plasmado en la piedra de manera prodigiosa el ritmo y la armonía. El tratamiento de los ropajes, suaves, ondulantes, transparentes, "mojados", dejando ver a través de ellos, voluptuosamente, las formas del cuerpo, convierten al autor de esta obra, cuya procedencia exacta se ignora, pues es una de las donadas al Museo por el Duque de Medinaceli, en uno de los mejores escultores del Museo.
Y aquí y allá en esta sala, una de las más características creaciones de su arte: los retratos. En todos llama la atención el realismo, la presentación incluso de detalles poco favorecedores en apariencia para la persona: la calvicie, la nariz achatada, la mueca en la boca, las arrugas del rostro. Llama en ellos también la atención de su aspecto, su fuerza expresiva. Son rostros humanos y vivos, que dejan traslucir preocupaciones y sentimientos y nos dan una idea perfecta del aspecto real de la población romana que anduvo por nuestra tierra. Su origen hay que buscarlo en las imágenes de los antepasados, realizadas sobre las mascarillas de los rostros de las personas fallecidas, que los romanos solían guardar en sus causas durante generaciones, sacándolos a pasear en las procesiones solemnes.
Fijados a las paredes podemos ver asimismo pequeños detalles decorativos de lo que habrá de ser uno de los mayores atractivos del Museo a lo largo de las salas de Roma, el mosaico. Aquí tenemos, en sendos tondos, a los lados de la puerta de entrada, una personificación de la Primavera, representada como una joven llena de frescor, tocada de flores, y otra del Otoño, vista como una mujer madura junto a un árbol pelado. Y en la pared contigua otros dos fragmentos figurados de un gran interés por ser mucho menos frecuentes que los anteriores, ya que en ellos se representa uno de los entretenimientos favoritos de los romanos: las carreras y juegos de circo. Dos cuádrigas, en distinta perspectiva, conducidas por sus aurigas, compiten por el triunfo sobre la arena.
Al "trabajo manual" y al "ocio" hacen referencia las dos primeras vitrinas de estas salas de época romana. Al trabajo manual primero, a modo de tributo, por haber sido una actividad despreciada por los romanos, que la consideraban apropiada solo para los esclavos o la plebe, ya se tratara de las duras faenas del campo y de la mina o de las más sencillas tareas de la casa y la cocina. El trabajador manual, esclavo o libre, no era más que un "instrumento" que hablaba.
Una selección de las herramientas que esos trabajadores empleaban en sus tareas sobre la madera o la piedra, en la construcción o en el campo, en la casa o en la mina, podemos contemplar en la primera vitrina. Y llama poderosamente la atención el enorme parecido de muchas de ellas con algunas de las que han llegado hasta nosotros y tenemos todavía oportunidad de manejar, desde las plomadas hasta las podaderas, el pico, la azada, el hacha, el rastrillo, útiles que podemos encontrar todavía en uso en la casa de cualquier pueblo, o en cualquier cortijo, de la misma manera que se hallarían en cualquier villa romana. Especial atención podemos poner en el equipo del leñador, con su abridor, sus tenazas, su martillo, sus leñas y su soldador. Podemos imaginarlos trabajando en su taller o recorriendo las calles de su ciudad con estas herramientas anunciando monótonamente su paso, para que le sacaran los cacharros "picados", como lo han hecho por las nuestras hasta no hace muchos años.
Entre los trabajos más duros estaba, sin duda, el de las minas, como en nuestros días, pero agravado por el modo como se realizaba, ya que los que se dedicaban a ellos vivían prácticamente en su interior, noche y día en las propias galerías, donde, nos dice Diodoro, muchos morían por la excesiva dureza de los trabajos, ya que los capataces, a base de golpes, les obligaban a trabajar diariamente jornadas agotadoras a la luz de teas, antorchas o sencillas lucernas. Era un trabajo desarrollado fundamentalmente por esclavos o prisioneros, procedentes sobre todo de las guerras de conquista, razón por la cual muchos preferían morir en ellas peleando antes que ser capturados.
Las piezas de la otra vitrina están dedicadas al ocio y al trabajo que requiere algo más que destreza manual. Y nos fijamos en la máscara femenina, hallada en Utrera, formando parte del ajuar de la tumba de una actriz, la cual nos recuerda la afición de los romanos al teatro, heredada, como tantas otras cosas, de los griegos; y de las "tabas" y "dados", exactamente iguales a los nuestros; de los crótalos para la danza. Los "estrígilos" nos hablan, por su parte, de las luchas de los atletas en el circo. Y algunas terracotas y los motivos decorativos de las lucernas, de estas y otras aficiones similares, combates de gladiadores, peleas de gallos, escenas de caza, etc.
El dibujo y la escritura eran propios sin duda de espíritus más selectos. El burrito inciso sobre el fragmento de cerámica, es todo un alarde de expresividad y buen hacer. Los diversos "estilos" de bronce manifiestan que la escritura estuvo más extendida de los que pueden dar a entender los pocos restos epigráficos en soporte blando llegados hasta nosotros, perdidos la mayoría por el carácter del material más comúnmente empleado para escribir: las simples tablillas de madera o hueso cubiertas de una capa de cera, similares a las que, unidas, formando un codex, vemos en el centro de la vitrina. Su gran ventaja era que podían ser usados infinidad de veces, borrando los textos anteriores, sin que la tablilla sufriera daño alguno. Todo se reducía a dar una nueva capa de cera, normalmente teñida de negro o, más raramente, de rojo, para aumentar el contraste al escribir sobre ella con el stilus, de hueso o metal, incluso de oro y plata, con un extremo afinado, para escribir, y el otro aplanado, para borrar. Ello las hacía especialmente útiles en las escuelas, para que los niños pudieran hacer sus prácticas de escritura, con preferencia al uso del calamus y la tinta para escribir sobre el papiro o el pergamino utilizados hasta entonces. Los adultos las emplearon también con frecuencia en la vida diaria, a modo de agenda en que tomar notas, llevar las cuentas, o enviar mensajes de cualquier tipo por medio de una tercera persona, que podía traer la respuesta escrita en la misma tablilla. A los ejemplares de pequeño tamaño, como el nuestro, se les llamaba pugillares porque cabían en un puño fue hallado en la necrópolis de El Gandul (Alcalá de Guadaira), en una tumba de finales del siglo II d.C.
Mayor especialización requería la medicina, profesión cuyos conocimientos seguramente se heredaban, de padres a hijos, con remedios y fórmulas personales de eficacia avalada por la experiencia. La piedrecita de mármol, cuticula, y los pequeños cuenquecillos de bronce, en ocasiones decorados con escenas mitológicas, como veremos en la sala XVI, sugieren la existencia de fórmulas magistrales, ungüentos y pomadas, para aplicar a los enfermos. Junto a ellos, diversos mangos de bisturíes y otros objetos especializados, pinzas, punzones, sondas, escalpelos, etc., que nos hablan de la actuación directa de aquellos médicos sobre el cuerpo humano para abrir, sajar, limpiar y curar.
A mitad de camino entre el trabajo y el ocio podemos considerar, en la mujer, las labores de costura, hilado y tejido, a que hacen referencia las agujas de hueso, las pesas de telar, las fusayolas y las pequeñas reconstrucciones que presentamos en la vitrina. Y en el hombre la caza y la pesca, con anzuelos similares también a los de nuestros días. Fueron hallados en su mayoría a orillas del Río Corbones, en la zona de El Saucejo, donde fueron seguramente olvidados o perdidos por algún pescador romano.
Pasamos a la sala XIII entre dos de los retratos de que hablábamos anteriormente. Uno, de joven sin mayores preocupaciones; el otro, de adulto, con el ceño fruncido y la frente surcada por profundas arrugas, parece afectado por serios problemas.
El tercero es Atlas, héroe condenado por Zeus a llevar sobre sus hombros el pesado globo de la Tierra por haber tomado parte en la lucha contra los dioses. Hallado en el subsuelo de la iglesia parroquial de Las Cabezas de San Juan, la antigua Cumbaria, presenta una inscripción dedicada al emperador Claudio por Terpulia, hija Saunio, tal como lo había dejado ordenado en el testamento su marido, Albano, hijo de Sunna. Estos indígenas ofreciendo votos al emperador, son testimonio de la profunda romanización que ya en estos años iniciales del s. I d.C. había alcanzado un gran sector de la población nativa en la antigua Turdetania.
Frente a la entrada aparece la figura de un togado, de Ilipa, con la cabeza de un novillo a sus pies, quizá como símbolo de su actividad sacerdotal, en vez de la típica capsa con los volumina. La toga era el vestido obligatorio de los senadores para asistir a las sesiones de la Curia. Cuando iban a ofrecer un sacrificio, la hacían pasar sobre su cabeza, como veremos en una pequeña escultura de bronce de la sala XVI.
Al lado del togado podemos contemplar la parte inferior de un danzante, un probable Apolo, el dios protector de las Artes, moviéndose al son de la música que con su inigualable lira le tocara Hermes para conseguir su perdón. Es ciertamente esta escultura una obra maestra en la que queda plasmado en la piedra de manera prodigiosa el ritmo y la armonía. El tratamiento de los ropajes, suaves, ondulantes, transparentes, "mojados", dejando ver a través de ellos, voluptuosamente, las formas del cuerpo, convierten al autor de esta obra, cuya procedencia exacta se ignora, pues es una de las donadas al Museo por el Duque de Medinaceli, en uno de los mejores escultores del Museo.
Y aquí y allá en esta sala, una de las más características creaciones de su arte: los retratos. En todos llama la atención el realismo, la presentación incluso de detalles poco favorecedores en apariencia para la persona: la calvicie, la nariz achatada, la mueca en la boca, las arrugas del rostro. Llama en ellos también la atención de su aspecto, su fuerza expresiva. Son rostros humanos y vivos, que dejan traslucir preocupaciones y sentimientos y nos dan una idea perfecta del aspecto real de la población romana que anduvo por nuestra tierra. Su origen hay que buscarlo en las imágenes de los antepasados, realizadas sobre las mascarillas de los rostros de las personas fallecidas, que los romanos solían guardar en sus causas durante generaciones, sacándolos a pasear en las procesiones solemnes.
Fijados a las paredes podemos ver asimismo pequeños detalles decorativos de lo que habrá de ser uno de los mayores atractivos del Museo a lo largo de las salas de Roma, el mosaico. Aquí tenemos, en sendos tondos, a los lados de la puerta de entrada, una personificación de la Primavera, representada como una joven llena de frescor, tocada de flores, y otra del Otoño, vista como una mujer madura junto a un árbol pelado. Y en la pared contigua otros dos fragmentos figurados de un gran interés por ser mucho menos frecuentes que los anteriores, ya que en ellos se representa uno de los entretenimientos favoritos de los romanos: las carreras y juegos de circo. Dos cuádrigas, en distinta perspectiva, conducidas por sus aurigas, compiten por el triunfo sobre la arena.
Al "trabajo manual" y al "ocio" hacen referencia las dos primeras vitrinas de estas salas de época romana. Al trabajo manual primero, a modo de tributo, por haber sido una actividad despreciada por los romanos, que la consideraban apropiada solo para los esclavos o la plebe, ya se tratara de las duras faenas del campo y de la mina o de las más sencillas tareas de la casa y la cocina. El trabajador manual, esclavo o libre, no era más que un "instrumento" que hablaba.
Una selección de las herramientas que esos trabajadores empleaban en sus tareas sobre la madera o la piedra, en la construcción o en el campo, en la casa o en la mina, podemos contemplar en la primera vitrina. Y llama poderosamente la atención el enorme parecido de muchas de ellas con algunas de las que han llegado hasta nosotros y tenemos todavía oportunidad de manejar, desde las plomadas hasta las podaderas, el pico, la azada, el hacha, el rastrillo, útiles que podemos encontrar todavía en uso en la casa de cualquier pueblo, o en cualquier cortijo, de la misma manera que se hallarían en cualquier villa romana. Especial atención podemos poner en el equipo del leñador, con su abridor, sus tenazas, su martillo, sus leñas y su soldador. Podemos imaginarlos trabajando en su taller o recorriendo las calles de su ciudad con estas herramientas anunciando monótonamente su paso, para que le sacaran los cacharros "picados", como lo han hecho por las nuestras hasta no hace muchos años.
Entre los trabajos más duros estaba, sin duda, el de las minas, como en nuestros días, pero agravado por el modo como se realizaba, ya que los que se dedicaban a ellos vivían prácticamente en su interior, noche y día en las propias galerías, donde, nos dice Diodoro, muchos morían por la excesiva dureza de los trabajos, ya que los capataces, a base de golpes, les obligaban a trabajar diariamente jornadas agotadoras a la luz de teas, antorchas o sencillas lucernas. Era un trabajo desarrollado fundamentalmente por esclavos o prisioneros, procedentes sobre todo de las guerras de conquista, razón por la cual muchos preferían morir en ellas peleando antes que ser capturados.
Las piezas de la otra vitrina están dedicadas al ocio y al trabajo que requiere algo más que destreza manual. Y nos fijamos en la máscara femenina, hallada en Utrera, formando parte del ajuar de la tumba de una actriz, la cual nos recuerda la afición de los romanos al teatro, heredada, como tantas otras cosas, de los griegos; y de las "tabas" y "dados", exactamente iguales a los nuestros; de los crótalos para la danza. Los "estrígilos" nos hablan, por su parte, de las luchas de los atletas en el circo. Y algunas terracotas y los motivos decorativos de las lucernas, de estas y otras aficiones similares, combates de gladiadores, peleas de gallos, escenas de caza, etc.
El dibujo y la escritura eran propios sin duda de espíritus más selectos. El burrito inciso sobre el fragmento de cerámica, es todo un alarde de expresividad y buen hacer. Los diversos "estilos" de bronce manifiestan que la escritura estuvo más extendida de los que pueden dar a entender los pocos restos epigráficos en soporte blando llegados hasta nosotros, perdidos la mayoría por el carácter del material más comúnmente empleado para escribir: las simples tablillas de madera o hueso cubiertas de una capa de cera, similares a las que, unidas, formando un codex, vemos en el centro de la vitrina. Su gran ventaja era que podían ser usados infinidad de veces, borrando los textos anteriores, sin que la tablilla sufriera daño alguno. Todo se reducía a dar una nueva capa de cera, normalmente teñida de negro o, más raramente, de rojo, para aumentar el contraste al escribir sobre ella con el stilus, de hueso o metal, incluso de oro y plata, con un extremo afinado, para escribir, y el otro aplanado, para borrar. Ello las hacía especialmente útiles en las escuelas, para que los niños pudieran hacer sus prácticas de escritura, con preferencia al uso del calamus y la tinta para escribir sobre el papiro o el pergamino utilizados hasta entonces. Los adultos las emplearon también con frecuencia en la vida diaria, a modo de agenda en que tomar notas, llevar las cuentas, o enviar mensajes de cualquier tipo por medio de una tercera persona, que podía traer la respuesta escrita en la misma tablilla. A los ejemplares de pequeño tamaño, como el nuestro, se les llamaba pugillares porque cabían en un puño fue hallado en la necrópolis de El Gandul (Alcalá de Guadaira), en una tumba de finales del siglo II d.C.
Mayor especialización requería la medicina, profesión cuyos conocimientos seguramente se heredaban, de padres a hijos, con remedios y fórmulas personales de eficacia avalada por la experiencia. La piedrecita de mármol, cuticula, y los pequeños cuenquecillos de bronce, en ocasiones decorados con escenas mitológicas, como veremos en la sala XVI, sugieren la existencia de fórmulas magistrales, ungüentos y pomadas, para aplicar a los enfermos. Junto a ellos, diversos mangos de bisturíes y otros objetos especializados, pinzas, punzones, sondas, escalpelos, etc., que nos hablan de la actuación directa de aquellos médicos sobre el cuerpo humano para abrir, sajar, limpiar y curar.
A mitad de camino entre el trabajo y el ocio podemos considerar, en la mujer, las labores de costura, hilado y tejido, a que hacen referencia las agujas de hueso, las pesas de telar, las fusayolas y las pequeñas reconstrucciones que presentamos en la vitrina. Y en el hombre la caza y la pesca, con anzuelos similares también a los de nuestros días. Fueron hallados en su mayoría a orillas del Río Corbones, en la zona de El Saucejo, donde fueron seguramente olvidados o perdidos por algún pescador romano.
Pasamos a la sala XIII entre dos de los retratos de que hablábamos anteriormente. Uno, de joven sin mayores preocupaciones; el otro, de adulto, con el ceño fruncido y la frente surcada por profundas arrugas, parece afectado por serios problemas.
Textos de:
FERNÁNDEZ GÓMEZ, Fernando y MARTÍN GÓMEZ, Carmen. Museo arqueológico de Sevilla. Guía oficial. Consejería de Cultura, Junta de Andalucía. Sevilla, 2005.
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