En 1160, transcurridos apenas unos años desde la independencia del reino y cuando las luchas por la posesión de la región central entre los ríos Duero y Tajo todavía se mantenían vivas, los muros de la principal fortaleza templaria ya controlaban la región. A medida que las aguas retornaban a su cauce y la vida urbana puedo independizarse del amparo castrense, un pequeño arrabal crecía a los pies de la ciudadela, fundado para atender las necesidades de los caballeros, con una planta que sigue la disposición ordenada y rectilínea de los campamentos militares. Comienza así la historia de la villa de Tomar, durante muchos años uno de los principales centros políticos, y por ende artísticos, del reino.
La condición mixta de monjes y guerreros de los constructores imprime un carácter especial a sus obras, a la vez fortalezas e iglesias. El Convento de Cristo, resultado de sucesivas etapas y reflejo de las vicisitudes históricas de la Orden, es la mejor prueba de ello. Síntesis de todos los elementos arquitectónicos habidos entre los siglos XII-XVII, es a la vez un excelente ejemplo de integración estilística y funcional de un monumento y de éste, a su vez, con el paisaje. La construcción de nuevos elementos se mantuvo a lo largo de los siglos, unas veces como añadidos, otras sustituyendo o transformando los muros anteriores. Se trata, pues, de una enredada exposición de paso de la historia en un reducido espacio, lo que hace muy difícil una descripción cronológica.
Castillo. A los primeros años de ciudadela, en torno a 1160, corresponden los muros del Castillo, encaramado en el extremo oriental de la colina, cumbre de la ingeniería militar de su tiempo. El acceso hasta aquí se realiza por una agradable carretera entre castaños y chopos. Todo el monte es un agradable parque forestal, incluso en el interior de los muros, que recogen esa buena tradición lusa de convertir sus restos arquitectónicos más venerables en refrescantes lugares de paseo y esparcimiento. El núcleo defensivo principal se arremolina en torno a la maciza
torre prismática
del homenaje, elevada sobre los muros del primer perímetro castellano. La segunda hilera defensiva, mucho más amplia, alterna los cubos prismáticos defensivos de las esquinas con torreones semicirculares más reducidos, lo que constituyó toda una innovación para la época, importada del Próximo Oriente, eficaz campo de pruebas de todas las técnicas militares desde antiguo. A la entrada, que se franquea a pie entre vigilantes torreones esquinados, se abre una amplia explanada con parterres y setos de trazado geométrico, al fondo de la cual se levanta una escalinata que da paso al núcleo principal del conjunto, el Convento de Cristo.
Convento de Cristo**. De planta circular, externamente aparece como un pesado torreón de dieciséis lados, siglo XIII, reforzada cada arista con un contrafuerte que sube hasta el borde superior coronado de almenas, como corresponde a una pieza más de una fortaleza defensiva. En su interior alberga una de las joyas del arte románico portugués, la llamada
Charola*, siglo XII. Se trata de un templete octogonal de dos niveles, inspirado en el Santo Sepulcro de Jerusalén, del que los templarios eran custodios, definido en la parte inferior por ocho gruesas columnas que forman estrechos arcos, prolongados en el superior por lienzos de muro rajados por ventanales y cerrado por arriba en cúpula.
El templete está contenido en la nave de dieciséis lados, cuyo exterior ya se ha descrito, quedando entre ambas un amplio deambulatorio circular. Dieciséis arcos de medio punto unen radialmente las ocho aristas del templete y los puntos medios de sus muros con las correspondientes aristas del recinto exterior, cubriendo el deambulatorio con una bóveda de cañón circular. Proporciones y relaciones numéricas siempre presentes en las obras del Temple, en las que algunos estudiosos, armados de cinta métrica y transportadores de ángulos, han querido ver las supuestas claves secretas del conocimiento hermético de la Orden. Conocimiento que, existiese o no, de poco habría de servirles, ya que en 1312 el Papa dictó la suspensión de la Orden y su Gran Maestre, Jacques de Molay, fue quemado en París tras un proceso de siete años dirigido casi personalmente por el rey Felipe el Hermoso de Francia.
Con la desaparición de los templarios Tomar entró en un breve periodo de decadencia del que se recuperó años después, en 1357, con el regreso al antiguo solar de la nueva Orden de Cristo, heredera directa del Temple y principal impulsora, en el siguiente siglo, de las navegaciones transoceánicas que abrirían la época de los Descubrimientos. El infante Henrique o Navegador, Regedor da Ordem, vivió aquí, en un palacio del que aún se conservan algunos restos junto al conjunto eclesiástico. Su carácter de centro planificador e impulsor de las expediciones convirtieron a Tomar, de nuevo, en uno de los principales centros de decisión del reino, algo que siempre conlleva el enriquecimiento de los edificios públicos.
La antigua iglesia templaria fue ampliada y reconvertida al gusto de la época, que por entonces, los siglos XV y XVI, oscilaba entre las últimas manifestaciones del gótico -flamígero, plateresco- y el primer renacentista, incluido el manuelino. La iglesia románico-gótica fue convertida en
capilla mayor de un nuevo templo. En dos facetas del muro se abrió un arco ojival, algo muy difícil técnicamente sin perjudicar la estructura del conjunto, lo que le valió a su autor, el santanderino afincado en Portugal João de Castilho, una gran reputación. Los gruesos muros abiertos por el arco están decorados con medallones pintados de los Evangelistas, y rematado en el vértice por la cruz de la Orden.
La sobriedad decorativa gótica fue también sustituida por otra más al gusto de la nueva época. La actual capilla mayor quedó revestida de notables pinturas atribuidas al holandés Johannes Dralia, tallas de madera sobre ménsulas y cubiertas por baldaquinos, y en general una recargadísima ornamentación orientalizante, en la que abundan los dorados, enrejados cerrando los arcos, motivos vegetales en estuco, así como tres baldaquinos apoyados sobre los arcos interiores del templete, encima del altar, de estilo flamenco y atribuidos a Oliver de Gand.
La entrada a la nueva iglesia se hace por un valioso pórtico
*, concluido en 1515 por el mismo João do Castilho, ejemplo de transición de los góticos plateresco e isabelino al manuelino, con una recargada imaginería en torno a la imagen central de la Virgen. La única nave, en la actualidad casi vacía, está cerrada por un amplio coro rectangular sobreelevado, cubierto por una triple bóveda con nervaduras que arrancan de consolas adosadas a las paredes, muy ricamente adornadas. Justo debajo se halla la
sala do Capítulo, también abovedada pero con un perfil mucho más bajo, de gran complejidad técnica, y la celebérrima
janela do Capítulo*, el gran ventanal cuya abigarrada decoración externa ejemplariza la carga ornamental del estilo manuelino. Toda ella, concebida por Diogo de Arruda, es una exuberante alegoría de la época de los Descubrimientos. Una Cruz de Cristo y las armas del reino rematan un conjunto de motivos náuticos -maromas, esferas armilares, corcheras- y naturalísticos, apoyado sobre un cinturón con la hebilla de la Orden, y un tronco que extiende sus raíces sobre las recias espaldas de un sujeto barbado. El resto de la fachada, y en general todos los lienzos externos del edificio, cuentan con parecidos elementos ornamentales, figuras de caballeros templarios, velas de piedra que se desplegan al viento, etc. La visita a la monumental ventana se realiza desde uno de los siete claustros del monasterio, el llamado
claustro de Santa Bárbara, de estilo renacentista, del que fue eliminado el segundo piso precisamente para facilitar la contemplación de la ventana.
Una tercera joya del Convento, junto con la
Charola y la
Janela, es el clausto grande o
claustro dos Filipes*, del siglo XVI, así llamado por haber sido escenario, estando aún inconcluso, de la proclamación de Felipe II de España como Felipe I de Portugal. El debilitamiento del poder político detentado por los caballeros de Cristo les llevó a apoyar la causa del rey extranjero, quien convocó en la casa matriz de sus nuevos aliados la reunión de cortes en la que se decidió la absorción del país. Las obras, iniciadas por los arquitectos españoles Castilho y Torralva, fueron concluidas por Filippo Terzzi, dentro de los más puros cánones del renacimiento italiano, hasta el punto de estar considerado como uno de los ejemplos más representativos de todo el país. Llama la atención el extraordinario juego de masas y huecos realizado en los dos pisos, una especie de labor de marquetería en piedra a gran escala: huecos en los muros, pilastras y columnas arquitrabadas que crean espacios vacíos, balaustradas, pasamanos de piedra vana en las escalinatas de los torreones esquineros.
Entre tanta elegancia conseguida con el uso del ángulo recto contrasta una
fuente barroca, de Pedro Fernandes de Torres, del siglo XVII, en el centro del patio. Desde la azotea, una balconada permite contemplar los detalles del pórtico principal del templo.
De los demás claustros del convento merecen mención el de
Cemitério*, bajo la mole poligonal de la Charola, con arcos góticos geminados y buenos lienzos de azulejería, del siglo XV, y el de
Lavagem o de las abluciones, el más antiguo del Convento, de dos órdenes, sede del
Museu Lapidário, mandados construir ambos por el infante Dom Henrique. Los tres restantes, el de la
Hospederia, la
Micha, donde se repartía el alimento para los pobres, y el de los
Corvos pertenecen a las posteriores ampliaciones del Convento, cuanto éste ya había quedado fuera de la historia de Portugal. En la actualidad una buena parte de las dependencias del convento de Cristo están ocupadas por un hospital militar.
Complemento del recinto religioso-castrense es el
Acueducto dos Pegões (1613), monumental obra hidráulica de más de 5 km de trazado por un terreno accidentado, incluidas un par de profundas vaguadas que salva sobre altas arquerías de dos niveles, gótico el inferior y de medio punto el superior, que se funde con la muralla por el lado oriental. Cada uno de sus pilares está coronado con pináculos y pirámides con la omnipresente Cruz de Cristo.
SERRA, Rafael y HITA, Carlos de. Guía Total: Portugal de punta a punta. Anaya. Madrid, 2004.
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