1. ALCOBAÇA, Leiria. Fachada de la Real Abadia de Sta. Mª de Alcobaça. |
2. ALCOBAÇA, Leiria. Fachada de la Real Abadia de Sta. Mª de Alcobaça. |
3. ALCOBAÇA, Leiria. Nave central de la Real Abadia de Sta. Mª de Alcobaça. |
4. ALCOBAÇA, Leiria. Crucero y presbiterio de la Real Abadia de Sta. Mª de Alcobaça. |
5. ALCOBAÇA, Leiria. Uno de los sepulcros en el crucero de la Real Abadia de Sta. Mª de Alcobaça. |
6. ALCOBAÇA, Leiria. Panteón real de la Real Abadia de Sta. Mª de Alcobaça. |
7. ALCOBAÇA, Leiria. Virgen con el Niño, de la Real Abadia de Sta. Mª de Alcobaça. |
8. ALCOBAÇA, Leiria. Capitel de haz de columnas de la Real Abadia de Sta. Mª de Alcobaça. |
9. ALCOBAÇA, Leiria. Girola de la Real Abadia de Sta. Mª de Alcobaça. |
10. ALCOBAÇA, Leiria. Portada de acceso a una de las capillas de la Real Abadia de Sta. Mª de Alcobaça. |
11. ALCOBAÇA, Leiria. Vista de la nave central desde la parte posterior de la girola de la Real Abadia de Sta. Mª de Alcobaça. |
12. ALCOBAÇA, Leiria. Bóveda de la girola de la Real Abadia de Sta. Mª de Alcobaça. |
13. ALCOBAÇA, Leiria. Nave lateral de la Real Abadia de Sta. Mª de Alcobaça. |
ALCOBAÇA (I), distrito de Leiria: 20 de agosto de 2016.
El topónimo de Alcobaça procede de la fusión de los nombres de los dos ríos que fluyen por las inmediaciones de esta localidad, el Alcoa y el Baça, Pero si se ha hecho internacionalmente famosa es gracias a la Real Abadía de Santa Maria de Alcobaça, uno de los más bellos edificios religiosos de Portugal y, junto al vecino monasterio de Batalha y el monasterio de los Jerónimos, en Lisboa, uno de los conjuntos monásticos de mayor importancia histórica, artística y cultural de todo el país. No en vano fueron los frailes de Alcobaça los primeros en impartir nociones de gramática, lógica y teología en unas protoescuelas públicas; en esta zona se instauraron también los célebres coutos, terrenos dependientes de la abadía, donde se practicaban técnicas agrícolas innovadoras, y los copistas de Alcobaça alcanzaron merecido renombre en la Europa medieval.
Real Abadia de Santa Maria de Alcobaça**. Según cuenta la leyenda, fue fundada en el año 1153 por el primer rey de Portugal, Afonso Henriques, a través de una donación de tierras que hizo a la orden del Císter en cumplimiento de una promesa formulada durante la reconquista de Santarém a los moros. Sin embargo, las obras del convento comenzaron 20 años más tarde y el rey tuvo que recurrir a la influencia de fray Bernardo, el abad del monasterio de Claraval, para repoblar las nuevas tierras que con tanto esfuerzo había ganado para la cristiandad. Aunque Bernardo murió poco tiempo después, el Capítulo General del Císter recogió la encomienda real y levanto un primer convento, hoy desaparecido, donde se instalaron los doce monjes pioneros que llegaron a Alcobaça, entre ellos fray Desiderio, quien tal vez asumiera la responsabilidad de las obras al principio.
Por fin, el año 1223, la comunidad de religiosos cistercienses, seguidores de la regla de San Benito, pudo abandonar su primitivo emplazamiento para instalarse en la abadía de Santa María de Alcobaça. La austeridad de los benedictinos y su renuncia al oropel y a los bienes terrenales quedan perfectamente representadas en la sobria belleza del gótico primitivo que impregna tanto la iglesia como el monasterio. Sin embargo, el poder económico de los abades de Alcobaça, propietarios de innumerables bienes en las tierras de los alrededores, poco tiene que ver con la regla benedictina, y mucho con el lujo y la ambición personal, si hemos de atender a las descripciones que hizo del monasterio un excéntrico viajero inglés, William Becford, en su obra Recuerdos de una excursión a los monasterios de Alcobaça y Batalha. Becford, un apasionado enamorado de Portugal, formó parte de una pintoresca expedición a ambos monasterios organizada por el rey José I en los últimos años del siglo XVIII.
Abandonada por los monjes tras las profanaciones y saqueos perpetrados por las tropas francesas a comienzos del siglo XIX, los bienes que atesoraba la abadía de Alcobaça, aquellos que no se perdieron en las guerras, durante las inundaciones o a causa de los terremotos, pasaron a formar parte de las colecciones de museos y bibliotecas. Hoy, la abadía evoca todavía el aire monacal que debía respirarse en la Edad Media y sus dependencias permiten reconstruir paso a paso la vida cotidiana de los monjes benedictinos. El edificio ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
La iglesia, integrada en las dependencias monacales, presenta una fachada que reafirma el carácter de Alcobaça como un elemento engarzado en el conjunto urbano al que pertenece. En esto difiere del monasterio de Batalha, siempre distante del caserío que ha crecido a su alrededor. Los muchos acontecimientos que se han desarrollado frente a ella han provocado que apenas haya llegado hasta nosotros algo de su estructura primitiva, seguramente más austera que la actual. El resultado es una amalgama de ingredientes manuelinos, renacentistas y hasta barrocos que, todos juntos, dan lugar a un conjunto de extraña belleza. El pórtico, con sus siete arquivoltas, es probablemente el único resto que se conserva del edificio original. El resto procede de una reconstrucción emprendida en el siglo XVII por el abad de Alcobaça, fray João Torriano. A ambos lados del pórtico, sendas hornacinas albergan las estatuas de San Benito, a la derecha, y San Bernardo, a la izquierda. Las cuatro virtudes cardinales adornan la cornisa que separa este lienzo superior, donde hay un gran rosetón manuelino. Por último, entre los dos campanarios gemelos, se ha instalado un nicho con la imagen de Nuestra Señora de Alcobaça, un adorno muy respetuoso con los cánones del barroco.
El interior, dividido en tres naves, rezuma espiritualidad. La altísima bóveda gótica está apoyada en pilares ciclópeos de planta en forma de cruz. Es un canto a los espacios abiertos y a la iluminación natural. Sus dimensiones la han convertido en la mayor iglesia de todo el país.
En el transepto, uno en cada brazo, se han instalado los sepulcros* de Dom Pedro y de Dona Inês de Castro, uno frente al otro para que, según la tradición, puedan mirarse a los ojos cuando se alcen juntos el día del Juicio Final.
Quien más tarde sería Pedro I, una vez casado con la princesa castellana Doña Constanza, se enamoró de Inês de Castro, una dama de honor de su esposa que había llegado a la corte portuguesa con motivo de los esponsales. Amenazado por la influencia que podría ejercer Inês de Castro en favor de los españoles, o ante la posibilidad de un príncipe dudoso que permitiera a Castilla a aspirar al trono de Portugal, el padre de Dom Pedro, el rey Afonso IV, consintió en que unos asesinos a sueldo dieran muerte a la amante de su hijo.
Ambos sepulcros, de autor desconocido, pueden considerarse como las más bellas obras de la escultura tumularia portuguesa del siglo XIV. Como corresponde a una historia de amor relatada por los autores punteros de la literatura portuguesa. Los bajorrelieves del sepulcro de Dom Pedro representan escenas de la vida de San Bartolomé, episodios de la familia real y, por medio de un magnífico rosetón, una rueda de la fortuna o ciertas vicisitudes vividas por los dos amantes. La interpretación de estos hechos varía dependiendo de los autores, aunque bien pudiera ser una mezcla de ambas. Los del sepulcro de Dona Inês, coronada una vez muerta, representan escenas de la vida de Cristo y de la Virgen María.
En una esquina del brazo derecho del transepto está el panteón real, con los sepulcros de Dona Urraca, esposa de Afonso II, y de Dona Beatriz, casada con Afonso III, así como los de varios infantes. La sobriedad de estos túmulos contrasta con la abigarrada ornamentación de los dos descritos anteriormente.
Frente al panteón real se encuentra una curiosa capilla en la que se escenifica la muerte de San Bernardo. El conjunto está compuesto por más de cuarenta estatuas de terracota policromada talladas por los monjes en el siglo XVII, muchas de las cuales fueron decapitadas por los franceses durante el saqueo de Alcobaça. El tamaño decreciente de las figuras logra crear una cierta sensación de profundidad y perspectiva.
La visita a la iglesia es gratuita, pero para entrar a las dependencias del monasterio es preciso sacar entrada en la llamada puerta del Claustro, situada al final de la nave izquierda, junto al transepto.
El claustro de Dom Dinis o claustro del Silencio*, fue concebido y ejecutado por el arquitecto Domingo Domingues, si bien se vio obligado a ceder la tarea de terminarlo a su sucesor, el maestro Diogo. Es el mayor claustro gótico de todo Portugal, más grande incluso que los de Batalha. Los capiteles están plagados de figuras alegóricas, tanto zoomórficas como humanas, y de motivos vegetales.
El piso superior, cuyos arcos abiertos contrastan con las arcas cegadas del cuerpo principal, fue añadido en tiempos de Manuel I. Si se recorre el claustro en sentido inverso a las manecillas del reloj, la primera estancia que se encuentra abierta es la sala capitular, techada con bóveda de crucería que se apoya en cuatro columnas de fuste compuesto y capiteles octogonales. A continuación se encuentra una estrecha dependencia, que los monjes de San Benito, obligados por la regla del silencio, usaban para entablar conversación. Junto a la puerta de esta pequeña habitación, casi un pasillo, arrancan las escaleras que conducen al dormitorio de los frailes. Se trata de una amplia estancia dividida en tres partes por una doble fila de columnas. En principio, el dormitorio era comunal, pero luego se utilizaron estas columnas para establecer celdas personales, quedando la nave central como pasillo. Desde el dormitorio, una puerta conduce al primer piso del claustro.
De nuevo en el piso inferior, la habitación que hace esquina se conoce como sala de los Monjes y tiene la particularidad de estar escalonada en cinco niveles. Primero fue un lugar dedicado al alojamiento de los novicios, luego almacén del monasterio y, por último, despensa a cargo de un hermano cillerero. La estancia inmediata a esta despensa es la célebre cocina* de la abadía, donde, según cuentan, se podían asar varios bueyes a la vez y en cuyo estanque, alimentado por el cauce desviado del Alcoa, se criaban peces de agua dulce para disponer siempre de alimentos frescos. Las enormes dimensiones de las campanas de las chimeneas, apuntadas hacia el techo y revestidas de azulejos, las gigantescas mesas de mármol y sus varias pilas de agua corriente, permiten hacerse una idea de la prosperidad del convento y del tamaño de la congregación que albergaba. El refectorio*, que ocupa el tramo central de este lado del claustro, es una preciosa habitación de tres naves abovedadas, en uno de cuyos muros se ha practicado una bellísima escalinata por la que se accede a una tribuna desde la que los frailes, por turno y mientras sus hermanos comían, se dedicaban a leer pasajes de la Biblia y textos piadosos. Frente al refectorio se encuentra el lavabo, un templete gótico de planta hexagonal adosado al claustro, y en cuyo centro se ha instalado una pila renacentista utilizada en las abluciones previas a las comidas y durante la tonsura de los monjes.
La última estancia abierta al público es la sala de los Reyes*, antigua iglesia parroquial, profusamente decorada con paneles de azulejos del siglo XVII en los que se representan los hechos históricos relativos a la fundación del convento. Las figuras polícromas de la cornisa interior, todas ellas obra de los monjes, corresponden a los reyes que ocuparon el trono de Portugal desde Alfonso Henriques hasta José I. Por su parte, el grupo escultórico central consiste en una alegoría de la coronación del primer rey portugués, Afonso Henriques, y la marmita que se exhibe en un rincón fue tomada, según narra la leyenda, a las tropas españolas que lucharon en la batalla de Aljubarrota. La obra escultórica de mayor valía es una imagen gótica de la Virgen con el Niño.
De regreso a la puerta de los Monjes, en el centro del lienzo sur del claustro, usado por los frailes como galería de lectura, hay una capilla dedicada a la Virgen, cuya autoría se atribuye a Nicolás Chanterène, uno de los maestros escultores de la famosa escuela de Coimbra.
Aunque la visita a la Real Abadia de Santa Maria de Alcobaça es suficiente para dar por bien empleada esta etapa, la localidad dispone de otros centros de interés. Por ejemplo las acogedoras praças da República (monumento a los monjes) y Afonso Henriques (estatua del monarca), separadas por los arcos dieciochescos de una dependencia monacal externa, o los vecinos canales de los ríos Baça y Alcia, que discurren entre casas y árboles, deparando una imagen más propia de los Países Bajos. La iglesia da Misericórdia presenta una bonita fachada renacentista y decoración a base de azulejos. En lo alto de un montículo frontero se encuentran las ruinas del castillo, visibles desde el pórtico de la abadía. De origen árabe, pero muy afectado por los terremotos de 1563 y 1755, formaba parte de la línea defensiva de Leiria, Pombal y Óbidos. Desde él se disfruta una excelente panorámica del monasterio, así como de la vecina Serra da Candeeiros.
Otro centro de interés está en el Museu Nacional do Vinho, instalado en una bodeda de 1875. El recorrido comprende los siguientes núcleos, repartidos en las adegas dos Balseiros, dos Depósitos, dos Vinhos Brancos, dos Tonéis y dos Vinhos Tintos, destacando su colección de botellas, añejos toneles y explicaciones del proceso por el que se obtiene el vino. En un anexo es recreada una tonelería y en su taberna es posible degustar y comprar los mejores caldos portugueses.
El interior, dividido en tres naves, rezuma espiritualidad. La altísima bóveda gótica está apoyada en pilares ciclópeos de planta en forma de cruz. Es un canto a los espacios abiertos y a la iluminación natural. Sus dimensiones la han convertido en la mayor iglesia de todo el país.
En el transepto, uno en cada brazo, se han instalado los sepulcros* de Dom Pedro y de Dona Inês de Castro, uno frente al otro para que, según la tradición, puedan mirarse a los ojos cuando se alcen juntos el día del Juicio Final.
Quien más tarde sería Pedro I, una vez casado con la princesa castellana Doña Constanza, se enamoró de Inês de Castro, una dama de honor de su esposa que había llegado a la corte portuguesa con motivo de los esponsales. Amenazado por la influencia que podría ejercer Inês de Castro en favor de los españoles, o ante la posibilidad de un príncipe dudoso que permitiera a Castilla a aspirar al trono de Portugal, el padre de Dom Pedro, el rey Afonso IV, consintió en que unos asesinos a sueldo dieran muerte a la amante de su hijo.
Ambos sepulcros, de autor desconocido, pueden considerarse como las más bellas obras de la escultura tumularia portuguesa del siglo XIV. Como corresponde a una historia de amor relatada por los autores punteros de la literatura portuguesa. Los bajorrelieves del sepulcro de Dom Pedro representan escenas de la vida de San Bartolomé, episodios de la familia real y, por medio de un magnífico rosetón, una rueda de la fortuna o ciertas vicisitudes vividas por los dos amantes. La interpretación de estos hechos varía dependiendo de los autores, aunque bien pudiera ser una mezcla de ambas. Los del sepulcro de Dona Inês, coronada una vez muerta, representan escenas de la vida de Cristo y de la Virgen María.
En una esquina del brazo derecho del transepto está el panteón real, con los sepulcros de Dona Urraca, esposa de Afonso II, y de Dona Beatriz, casada con Afonso III, así como los de varios infantes. La sobriedad de estos túmulos contrasta con la abigarrada ornamentación de los dos descritos anteriormente.
Frente al panteón real se encuentra una curiosa capilla en la que se escenifica la muerte de San Bernardo. El conjunto está compuesto por más de cuarenta estatuas de terracota policromada talladas por los monjes en el siglo XVII, muchas de las cuales fueron decapitadas por los franceses durante el saqueo de Alcobaça. El tamaño decreciente de las figuras logra crear una cierta sensación de profundidad y perspectiva.
La visita a la iglesia es gratuita, pero para entrar a las dependencias del monasterio es preciso sacar entrada en la llamada puerta del Claustro, situada al final de la nave izquierda, junto al transepto.
El claustro de Dom Dinis o claustro del Silencio*, fue concebido y ejecutado por el arquitecto Domingo Domingues, si bien se vio obligado a ceder la tarea de terminarlo a su sucesor, el maestro Diogo. Es el mayor claustro gótico de todo Portugal, más grande incluso que los de Batalha. Los capiteles están plagados de figuras alegóricas, tanto zoomórficas como humanas, y de motivos vegetales.
El piso superior, cuyos arcos abiertos contrastan con las arcas cegadas del cuerpo principal, fue añadido en tiempos de Manuel I. Si se recorre el claustro en sentido inverso a las manecillas del reloj, la primera estancia que se encuentra abierta es la sala capitular, techada con bóveda de crucería que se apoya en cuatro columnas de fuste compuesto y capiteles octogonales. A continuación se encuentra una estrecha dependencia, que los monjes de San Benito, obligados por la regla del silencio, usaban para entablar conversación. Junto a la puerta de esta pequeña habitación, casi un pasillo, arrancan las escaleras que conducen al dormitorio de los frailes. Se trata de una amplia estancia dividida en tres partes por una doble fila de columnas. En principio, el dormitorio era comunal, pero luego se utilizaron estas columnas para establecer celdas personales, quedando la nave central como pasillo. Desde el dormitorio, una puerta conduce al primer piso del claustro.
De nuevo en el piso inferior, la habitación que hace esquina se conoce como sala de los Monjes y tiene la particularidad de estar escalonada en cinco niveles. Primero fue un lugar dedicado al alojamiento de los novicios, luego almacén del monasterio y, por último, despensa a cargo de un hermano cillerero. La estancia inmediata a esta despensa es la célebre cocina* de la abadía, donde, según cuentan, se podían asar varios bueyes a la vez y en cuyo estanque, alimentado por el cauce desviado del Alcoa, se criaban peces de agua dulce para disponer siempre de alimentos frescos. Las enormes dimensiones de las campanas de las chimeneas, apuntadas hacia el techo y revestidas de azulejos, las gigantescas mesas de mármol y sus varias pilas de agua corriente, permiten hacerse una idea de la prosperidad del convento y del tamaño de la congregación que albergaba. El refectorio*, que ocupa el tramo central de este lado del claustro, es una preciosa habitación de tres naves abovedadas, en uno de cuyos muros se ha practicado una bellísima escalinata por la que se accede a una tribuna desde la que los frailes, por turno y mientras sus hermanos comían, se dedicaban a leer pasajes de la Biblia y textos piadosos. Frente al refectorio se encuentra el lavabo, un templete gótico de planta hexagonal adosado al claustro, y en cuyo centro se ha instalado una pila renacentista utilizada en las abluciones previas a las comidas y durante la tonsura de los monjes.
La última estancia abierta al público es la sala de los Reyes*, antigua iglesia parroquial, profusamente decorada con paneles de azulejos del siglo XVII en los que se representan los hechos históricos relativos a la fundación del convento. Las figuras polícromas de la cornisa interior, todas ellas obra de los monjes, corresponden a los reyes que ocuparon el trono de Portugal desde Alfonso Henriques hasta José I. Por su parte, el grupo escultórico central consiste en una alegoría de la coronación del primer rey portugués, Afonso Henriques, y la marmita que se exhibe en un rincón fue tomada, según narra la leyenda, a las tropas españolas que lucharon en la batalla de Aljubarrota. La obra escultórica de mayor valía es una imagen gótica de la Virgen con el Niño.
De regreso a la puerta de los Monjes, en el centro del lienzo sur del claustro, usado por los frailes como galería de lectura, hay una capilla dedicada a la Virgen, cuya autoría se atribuye a Nicolás Chanterène, uno de los maestros escultores de la famosa escuela de Coimbra.
Aunque la visita a la Real Abadia de Santa Maria de Alcobaça es suficiente para dar por bien empleada esta etapa, la localidad dispone de otros centros de interés. Por ejemplo las acogedoras praças da República (monumento a los monjes) y Afonso Henriques (estatua del monarca), separadas por los arcos dieciochescos de una dependencia monacal externa, o los vecinos canales de los ríos Baça y Alcia, que discurren entre casas y árboles, deparando una imagen más propia de los Países Bajos. La iglesia da Misericórdia presenta una bonita fachada renacentista y decoración a base de azulejos. En lo alto de un montículo frontero se encuentran las ruinas del castillo, visibles desde el pórtico de la abadía. De origen árabe, pero muy afectado por los terremotos de 1563 y 1755, formaba parte de la línea defensiva de Leiria, Pombal y Óbidos. Desde él se disfruta una excelente panorámica del monasterio, así como de la vecina Serra da Candeeiros.
Otro centro de interés está en el Museu Nacional do Vinho, instalado en una bodeda de 1875. El recorrido comprende los siguientes núcleos, repartidos en las adegas dos Balseiros, dos Depósitos, dos Vinhos Brancos, dos Tonéis y dos Vinhos Tintos, destacando su colección de botellas, añejos toneles y explicaciones del proceso por el que se obtiene el vino. En un anexo es recreada una tonelería y en su taberna es posible degustar y comprar los mejores caldos portugueses.
Textos de:
SERRA, Rafael y HITA, Carlos de. Guía Total: Portugal de punta a punta. Anaya. Madrid, 2004.
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